El 2 de abril de 1977, una joven secuestrada por la dictadura militar argentina, que menos de un mes antes había cumplido 21 años, tuvo una hija en el Hospital de Quilmes. La joven fue asesinada algo más de una veintena de días después. Su hija nunca fue encontrada. Sin embargo, la historia estuvo rodeada de un manto de ocultamiento e intriga.

Ayudemos a identificarlos...

Ayudemos a identificarlos...

lunes, 22 de junio de 2009


El libro de partos del Hospital Iriarte, en la página en que se dejó constancia del nacimiento de Rosita, para luego ser burdamente tachado, y reescrito como "NN".



Recordatorio publicado en Página/12 el 2 de diciembre de 2006.







Silvia Mabel Isabella Valenzi al tomar la comunión.

Reclamo por la aparición de Rosita Isabella Valenzi en el Hospital de Quilmes.


Un recorte de periódico que da cuenta de la detención del médico policial Jorge Bergés.



María Cristina Lefteroff, también desaparecida, compartió parte del cautiverio con Silvia, en el Pozo de Quilmes.




La hermana de la enfermera Generosa Frattasi en una de las marchas de las Madres de Plaza de Mayo.





Camila Azar, amiga de Silvia Isabella Valenzi, y también desaparecida.









Silvia Isabella Valenzi al año de vida.






Dos imágenes de Silvia Mabel Isabella Valenzi en distintos momentos de su adolescencia.




Una de las pocas fotos que se conservan de Carlos Alberto López Mateos.





Capítulo 1 - Llegó Rosita


Menos tu vientre, todo es confuso.
Menos tu vientre, todo es futuro fugaz,
pasado baldío, turbio.
Menos tu vientre, todo es oculto.
Menos tu vientre, todo inseguro,
todo postrero, polvo sin mundo.
Menos tu vientre, todo es oscuro.
Menos tu vientre claro y profundo.

Miguel Hernández


Capítulo 1

Llegó Rosita




Era un día común, uno más. La hoja arrancada del almanaque esa mañana indicaba que era 1º de abril de 1977. El otoño había comenzado pocos días antes, pero ya era perceptible en las primeras hojas ocres que se iban enredando en los pasos de los transeúntes de la calle Allison Bell.
Esa misma vereda había transitado Justo Horacio Blanco para ir a tomar su guardia en el Hospital Isidoro Iriarte en Quilmes, donde permanecería hasta la mañana siguiente.
La jornada había sido casi más tranquila que otras para el médico, que al atardecer, y después de haber corroborado cómo se encontraban las parturientas y los recién nacidos todavía internados, respiró hondo.
La vida bullía en la Maternidad, la vida se respiraba en el aire, y el aire tenía un sabor puro, incontaminado, pese a que a tan corta distancia, apenas cien metros calle abajo, la muerte exhalara su aliento.
Nadie hablaba abiertamente, pero la calle cerrada, los constantes movimientos de autos, civiles en su mayoría; identificables como de las fuerzas de seguridad, los menos; movían a una sospecha casi certera.
De noche las luces bañaban de pronto la calle y se iban como llegaban, e incluso en ocasiones, con el viento favorable hacia el sur, en medio del silencio espeso y compacto del verano, se escuchaban canciones entrecortadas, ritmos alegres, melodías circenses.
Ese atardecer era como cualquier otro, una guardia en la que la tarea era para Blanco colaborar en la llegada de la vida, y no pensar en la muerte a la que no dejaba de ver por el rabillo del ojo, en los escasos momentos de distensión autoimpuesta.
De esa misma rutina, del otoño que avanzaba, de la inusitada tranquilidad de la jornada debe haber hablado Justo Horacio Blanco con la partera Norma Brola, que lo acompañaba en la guardia de ese día, para así llenar el espacio vacante que las horas iban acumulando.
Puede ser que poco antes haya mirado el reloj en su muñeca, para tener después la certeza de que eran las 23 cuando llegó una comisión policial, con agentes uniformados que seguían a un elegante hombre de bigotes. Con ellos venía una embarazada de cara blanca y descompuesta, donde no sólo podía adivinarse el alumbramiento inminente, sino también, y por sobre todas las cosas, un miedo difícil de conmensurar.
Blanco conocía al otro. Podía ser que lo hubiera cruzado en la ciudad, porque ambos vivían allí. Podía ser que supiera de él porque ambos eran médicos, e incluso compartían la misma especialidad. Podía ser que los médicos fueran tan pocos, entonces, que en Quilmes todos se conocieran. Podía ser, también, que mientras el silencio flotaba en la superficie para guardar las apariencias en tiempos en que reinaba la paz de los cementerios, impuesta por la dictadura militar desde el 24 de marzo de 1976, por debajo los rumores no lograran acallarse ni aún por el temor sembrado a granel. Y si era así, entonces, Blanco sabía que el otro era Jorge Antonio Bergéz, médico de la policía, y responsable de la salud de las embarazadas en los centros de detención clandestinos de la dictadura. ¿O de eso se enteraría andados los años, cuando con la llegada de la democracia se conocieran al detalle las atrocidades?
Sabiendo lo que supiera por entonces, esa noche del 1º de abril de 1977, alrededor de las 23, Blanco se enteró de que la detenida que traían debía tener familia en la Maternidad por esa noche a su cargo, porque estaba ya en labor de parto. Una custodia policial se encargaría de vigilarla para que el profesional estuviera tranquilo, y los detalles de filiación y otros particulares y minucias se arreglarían después, en vista de la hora avanzada, de que era viernes, y de esas cosas que usted ya sabe y las que no vale la pena entrar en detalles.
Como había venido, dando media vuelta, y sin dejar nunca de lado sus finos modales, el médico policial se retiró. Los uniformados esperaron las indicaciones de Blanco, sosteniendo por los brazos a la embarazada, que llevaba esposas colocadas en sus muñecas.
El clima cambió, el aire se enrareció, se puso espeso de pronto. El médico y la partera de guardia sintieron una suave agitación, una leve aceleración de los latidos, y la mirada persistente, casi penetrante de los uniformados que, estáticos, los miraban. En un instante que se eternizó infinitamente, Blanco tomó la decisión y pidió que llevaran a la detenida a la sala de guardia. Tenía una dilatación de siete u ocho centímetros, según corroboró.
Los minutos pasaban lentos, como una gota que cae metódica pero espaciadamente de una canilla mal cerrada. Contaban las contracciones, cada vez más fuertes, cada vez más cerca cada una de la anterior. Entonces, la chica fue trasladada a la sala de partos
Los policías quisieron entrar también, y Blanco tuvo que explicarles que por sus características, ese lugar no admitía el ingreso de personas ajenas al servicio. Era necesario preservar la asepsia del espacio. Los otros comprendieron, sin llegar a comprender, y aceptaron. De cualquier manera, la mujer no iba a irse a ningún lado, débil como estaba, embrazada como estaba, y estando en el segundo piso del edificio, para más datos.
Médico y partera aprontan los elementos necesarios. Recogen algunos datos de la paciente y los vuelcan en una historia clínica: Se llama Silvia Mabel Isabella Valenzi... tiene 20, no 21 años, le cuesta creerlo a ella misma, porque los cumplió estando secuestrada, poco días antes. Y sí, la torturaron, pero eso mejor no asentarlo. ¿Controles durante el embarazo? No, ningún control, si cuando la detuvieron estaba entrando en el cuarto mes de gestación. Entonces el parto es prematuro. Y por las condiciones físicas de la madre, podría ser que haya alguna complicación. Mejor no hablar tan fuerte, a ver si todavía afuera los policías escuchan.
-¿Cada cuánto son las contracciones, Norma? ¿Y la dilatación?... Bueno, mami, parece que el bebé ya viene...
Brola le explicó cómo tenía que respirar, la mejor posición, y la manera correcta de hacer los pujes. No podía ser difícil, porque la criatura no debía ser muy grande, pero...
Un grito interrumpe... ya está, ya sale... viene de cola... la chica, la paciente, no entiende, no escucha... duele, duele mucho, pero no tanto como la tortura... es otro dolor, pero es menos doloroso. Es más dulce, es una sensación que se confunde con otra... Y va saliendo... las manos del médico acomodan el cuerpito frágil, diminuto... la madre se agita, sopla, se le confunden los pujes y las respiraciones profundas, pierde el ritmo y lo recupera... ¡ya está!... Mirá que chiquita que es, es una nena.
Lo pensó tantas veces, tantas veces, y al final nunca se decidía. Tenía nombres de varón y nombres de nena... había empezado a escogerlos con Carlos, alguna noche, hablando con las luces apagadas, tomados de la mano. Después en la celda los repasó, descartó algunos, imaginó otros que no había contemplado antes... ¡Rosa!... Rosita, para cuando fuera chiquita, cuando la tuviera que retar sin convencerse del todo de que había que estar enojada... cuando pudiera criarla, si es que alguna vez terminaba el infierno para ella.
Rosita. Rosa, como la tía... “Rosa”, pensó. “Llegó Rosita”, pero no lo dijo.
-¿Va a estar bien? –fue lo primero que quiso saber. Nada más importaba en ese momento y en el mundo, que la recién nacida.
Blanco le explicó que había que ponerla en la incubadora, que la iban a derivar a Neonatología porque la chiquita tenía muy bajo peso, apenas un kilo y novecientos gramos, respiraba con algunas dificultades. El no podía decirlo, porque no era experto en pediatría, pero sí, seguramente que se iba a poner bien. La ciencia médica había avanzado mucho.
Entonces, otra vez a pujar, esta vez para expulsar la placenta. Y después a completar el libro de partos, página 156. ¿A qué hora fue?: 3.15 de la madrugada del 2 de abril de 1977, apellido: Isabella Valenzi.
La bebé pasó a las enfermeras de Neonatología, un servicio que no contaba con médicos durante las veinticuatro horas del día. La mamá fue llevada a la sala de puerperio, una habitación con tres camas, para reponerse de los dolores, el agotamiento del alumbramiento y las contracciones que seguían; espasmos más leves ya, de un útero que empezaba a volver a su posición.
Blanco ya no podrá dormir por esa noche, aunque fuera en lo sucesivo la más tranquila de su vida profesional. Se había secado las sienes sudadas una y mil veces, y parecía que no podía contener la agitación interior.
Entonces era como si la canilla que antes goteaba, en lugar de cerrarse, hubiera sido abierta hasta el tope. Los minutos se deslizaban vertiginosos, o era la sensación que le dejaban los nervios. Y para colmo, los policías, como fieles granaderos en su puesto, seguían apostados junto a la puerta de la sala de puerperios.
Como si algo le faltara a la noche llegaron dos partos casi juntos, a las 5.30 y las 5.40.
Desde la ventana los pudo ver, poco después de eso, ¿a qué hora? ¿serían ya las 6.30?... Los mismos policías que habían estado de custodia en la Maternidad y los otros que habían llegado minutos antes hasta la habitación, llevaban a la chica de los brazos, otra vez esposada y casi a rastras, sin tocar el suelo apenas con la punta de los pies. Y con indiferencia, quizá con desprecio, ignorantes de los dolores que la aquejaban o sádicamente gozando de eso, la arrojaban en la parte trasera de una camioneta sin identificación y con la cúpula cubierta.
Habían entrado como dueños de casa, sin preguntar ni notificar, deslizándose hasta la habitación con alevosía, sin escabullirse ni disimular, para salir otra vez con la joven. No. Realmente Blanco no podía dar crédito a la experiencia de esa noche que todavía no terminaba. ¿Qué podía depararle? ¿Qué tendrían para él los días siguientes, después de ser testigo de un hecho semejante? Y qué le quedaba, ¿volver a la casa y contarlo?, pero había que ser muy cuidadoso, porque no era cuestión de ventilarlo por ahí. Bueno, el que no podía dejar de saberlo era Oscar García, el jefe del Servicio de Obstetricia. A él sí había que decirle con lujo de detalles, dentro de lo posible, de lo que retuviera, porque le parecía que la pesadilla podía esfumarse cuando el cansancio le doblegara la resistencia y se le cayeran los párpados. ¿Podría volverlos a abrir y despertar de un sueño macabro? ¿No había parpadeado ya mil y una veces, y nada?.
No, esa camioneta que arrancaba en la calle y se perdía en quién sabe qué laberintos de la represión y la muerte, esa chica que apenas había cumplido la mayoría de edad unos cuantos días antes, esa bebé que él había ayudado a nacer, que tuvo en sus brazos, esos rostros insondables y sombríos de los policías de la custodia... todo eso no podía ser un mal sueño. Aunque hasta que las cosas no cambiaran, de esa manera tuviera que vivirlo.1



























1-Basado en una entrevista con Justo Horacio Blanco, las declaraciones del médico en el juicio por la Verdad, el Juicio a las Juntas, ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, (CONADEP) y en el juicio contra Jorge Antonio Bergés, de Lomas de Zamora.
Por su intensa colaboración para esclarecer el caso del parto de Silvia M. Isabella Valenzi, el 24 de febrero de 1987 fue detonada una bomba en la casa del doctor Blanco, que no tuvo como saldo ni muertes ni miembros de su familia heridos.

Capítulo 2 - Nacidos bajo el signo de la proscripción


Cuando canta el gallo negro
es porque que se acaba el día...
Si cantara el gallo rojo,
otro gallo cantaría(...)
Se encontraron en la arena
los dos gallos frente a frente.
El gallo negro era fuerte,
pero el rojo era valiente.
Se miraron a la cara
y atacó el negro primero.
El gallo rojo es valiente,
pero el negro es traicionero
Gallo negro, gallo negro,
gallo negro, te lo advierto:
No se rinde un gallo rojo
más que cuando está ya muerto

Los dos gallos, canción popular española




Capítulo 2
Nacidos bajo el signo de la proscripción




El gobierno peronista
Juan Domingo Perón había llegado a la presidencia de la Nación en 1946, y puesto en marcha un proceso de distribución de la riqueza a favor de las clases hasta entonces más postergadas. Su estrategia política se había iniciado en el momento mismo en que formó parte del golpe militar de 1943.
Ocupando distintos cargos, entre ellos la Secretaría de Trabajo y Previsión, había otorgado notables mejoras a los asalariados, y como consecuencia directa, su poder se incrementó aceleradamente hasta llegar a convertirse en un peligroso enemigo para el propio régimen que lo había llevado hasta allí.
Obligado a dejar su cargo en medio de una crisis que desembocó en la renuncia de todo el gabinete y la convocatoria a elecciones para el 7 de abril del año siguiente, Perón se trasladó el 11 de octubre de 1945 al Delta del Tigre. Dos días más tarde fue detenido y trasladado a la Isla Martín García.
Una multitudinaria manifestación popular que comenzó a movilizarse en la noche del 16 y se incrementó el 17, colmó la Plaza de Mayo, exigiendo la liberación de Perón.
Un año más tarde, imponiéndose con el 52,40 por ciento de los votos al candidato de la Unión Democrática -una alianza de radicales, conservadores, socialistas, comunistas, así como terratenientes y hombres de negocios respaldada por el gobierno de los Estados Unidos-, Perón se convirtió en presidente de los argentinos.
Entre 1946 y 1949, el nivel de vida de la clase obrera siguió en marcado ascenso, y eso, junto al fuerte respaldo dado a la industria en el período, configuraron una trasformación de la Argentina.
Gozando de circunstancias económicas propicias, no sólo por la acumulación de reservas generadas durante el período de la Segunda Guerra Mundial, sino por la postración europea de posguerra, Perón aplicó una política de corte nacionalista: estatizó los ferrocarriles, el gas, el Banco Central, los transportes de Buenos Aires, la navegación fluvial y de ultramar, y la red telefónica. La perspectiva permitiría apreciar que esa política peronista coincidía con la necesidad de Gran Bretaña de eliminar pérdidas en el extranjero, y que, además, en esas “apropiaciones” de los bienes estratégicos se evaporaría el 45 por ciento de las divisas disponibles en reserva.
Pero para los argentinos, la realidad sólo mostraba una economía desbordante, con pleno empleo, y sin inflación, con lo cual los incrementos salariales y las mejoras laborales se traducían directamente en más dinero en el bolsillo. Y esto, a su vez permitía comprar cada vez más cosas porque éstas seguían valiendo lo mismo.
Comenzaron a generalizarse artículos de uso doméstico que la industria liviana fabricaba en grandes cantidades: llegaron las heladeras eléctricas en reemplazo de aquellas viejas refrigeradoras que funcionaban con 10 centavos de hielo, y las cocinas a gas reemplazaron a las “económicas” a leña.
La euforia económica de los primeros años del peronismo contó, además, con una figura que marcó una bisagra en la historia: Eva Duarte, la segunda esposa de Perón, que ocupó un rol protagónico.
Desde la Fundación que llevaba su nombre realizó innumerables campañas de asistencia a los que menos tenían, pero, además, dio un paso fundamental al posibilitar el acceso de las mujeres al voto, un derecho del que carecían hasta entonces, y que pudieron ejercer por primera vez en los comicios de 1951. Perón logró así su segunda presidencia con el 62,49 por ciento del total de los sufragios emitidos.

De Italia a Argentina
El fantasma de una nueva conflagración a escala planetaria impulsaba a muchos a alejarse de la desgarrada Europa de posguerra en la segunda mitad de la década del ’40. Gran parte de ellos encontraban destino en la Argentina, donde la certeza casi incuestionable de un conflicto inminente impulsaba un programa político y económico verdaderamente revolucionario para entonces.
Si bien poco faltaba para que la especulación sobre una posibilidad de una tercera guerra mundial se diluyera, y el modelo empezara a mostrar sus primeras grietas, en el año 1949 el país más austral de América seguía mostrándose como la meca para los sueños de quienes no vislumbraban futuro alguno en sus tierras arrasadas.
El 5 de julio de 1949 un barco dejó en el puerto de Buenos Aires a Alberto Isabella Valenzi, su esposa, Concepción Isabella Valenzi, y los hijos de ambos: Rosaria, de 7 años, y Domingo de 5.
Atrás había quedado el pequeño pueblito de la provincia italiana de Catanzaro, rodeado de montañas y cercano al mar, donde casi todos los habitantes guardaban algún parentesco, lo que hacía que llamaran al lugar “Los Valenzi”.
Alberto y Concepción se habían casado el 13 de abril de 1939, en el mismo año en que, con toda su furia, la Segunda Guerra Mundial estalló; y mientras Italia se debatía en sucesivas contiendas como integrante del Eje, nacieron los primeros hijos del matrimonio.
Rosaria llegó en 1942, cuando su joven madre contaba con apenas 18 años. Domingo nacería en 1944, cuando ya la suerte del país estuviera decidida.
El Gran Consejo del Fascismo había destituido a Benito Mussolini, arrestándolo, y designando en su lugar al mariscal Pietro Badoglio, para que el nuevo gobierno firmara un armisticio con los aliados entre 1943 y 1944, cuando la invasión de Italia ya había comenzado desde el sur, tras el desembarco en Salerno.
Alemania, sin embargo, no toleró el cambio de posición italiano, e inició una embestida contra el país desde la región norte, lo que dejó a la península virtualmente fraccionada en dos. El norte volvió a quedar bajo el dominio de Benito Mussolini hasta el final de la guerra en 1945; mientras que trasladando su sede a Brindisi, el rey y el gobierno pretendieron conducir el país al sur de Nápoles, donde se mantenía la ocupación aliada.
Tras la decisión masiva de respaldar una república constitucional el 2 de junio de 1946 y la firma de los tratados de paz en París, en febrero de 1947, Italia echó mano a lo poco que le había quedado para iniciar la reconstrucción. La tarea no era fácil: había escasez, hambre, desempleo, y muy pocas posibilidades para muchos.
El matrimonio Isabella Valenzi logró que desde la Argentina familiares ya afincados le extendieran el acta de llamada, y entonces se embarcaron en busca de un futuro mejor, en procura de paz y trabajo, y alejándose del fantasma de la guerra que no se había ido del todo de su terruño natal.
El primer hogar argentino de Alberto, su esposa y sus hijos estuvo en el Bernal de 1949, un poblado pequeño y casi rural, que contaba con pocos residentes. Se establecieron en la calle De Pinedo al 200, en la casa del tío paterno de Concepción, que había posibilitado la llegada al país.
Apenas unos meses después, otros familiares afincados en La Plata consiguieron una pequeña vivienda en alquiler para el matrimonio de recién llegados, que se instaló en la calle 57, entre 127 y 128.
Eran todavía buenos tiempos en materia económica, y el empleo abundaba en la Argentina peronista, por lo que Alberto y Concepción tuvieron rápidamente la oportunidad de adquirir un terreno en el 733 de la calle 57, y con un crédito “blando” pudieron levantar la que fue su primera casa propia en el país. Allí se quedarían hasta el año 1967.

La guerra que no fue
No fue sino hasta el año 1952, que Perón desistió finalmente de la hipótesis que había sido uno de los pilares de su modelo de “euforia económica”: Estados Unidos y la Unión Soviética no se enfrentaron abiertamente para dar inicio a una guerra que le permitiera a la Argentina multiplicar nuevamente sus reservas, ni tampoco el conflicto bélico de 1950, en Corea, fue el primer paso de una escalada planetaria.
Las reservas del país comenzaron a agotarse visiblemente para el año 1949, e incluso no se había logrado concretar la inclusión en el Plan Marshall, diseñado por los Estados Unidos, para vender productos a Europa en el marco de su reconstrucción.
Tanto el propio Perón, como Miguel Miranda, el hombre que manejaba la economía, tenían grandes esperanzas en que esa posibilidad se concretara, dando así aire a la complicada situación económica del país. Pero fuera como represalia por el enfrentamiento de Perón con el embajador norteamericano durante la campaña electoral de 1945, o por cualquier otra razón, lo cierto es que Argentina no se contó entre los países que le vendieron dentro del esquema diseñado por los Estados Unidos a Europa, y no llegaron los dólares que el gobierno necesitaba entonces casi desesperadamente.
El Gobierno, que había desarrollado fuertemente sus industrias livianas, no había logrado incentivar la creación de industrias de base: la producción petrolera no había aumentado sustancialmente, ni era significativa la de metales básicos, productos químicos y petroquímicos.
El agro, que había dejado de ser durante el gobierno peronista el sector productivo mimado desde el Estado, respondió con un catastrófico descenso de sus superficies cultivadas en pocos años. Un duro golpe se sumó en 1949 con una prolongadísima sequía que redujo al mínimo los saldos exportables del sector.
La euforia estaba llegando a su fin de manera alarmante e inesperada, y Perón solicitó el alejamiento del hasta entonces hombre fuerte de la economía. Sólo quedaba una alternativa, que debía manejarse con suma cautela, porque de lo contrario se mostraría en clara oposición a lo preconizado en los primeros años de gobierno: atraer capitales extranjeros.
La inflación había nacido, y se sostenía en un persistente 20 por ciento anual, mientras las industrias livianas, favorecidas hasta entonces, marchaban a convertirse en una inoportuna carga si no se lograba poner en marcha la industria pesada.
Dos problemas se presentaron en 1950. Por un lado, los capitales extranjeros que se requerían con urgencia se mostraban reticentes frente a un gobierno que con anterioridad había evidenciado hostilidad hacia el imperialismo.
Al mismo tiempo, la oposición, y en especial la Unión Cívica Radical adoptó una postura más férrea frente a Perón y su política. La actitud del Gobierno se endureció: fue detenido Ricardo Balbín, el principal referente del radicalismo, se modificó la Ley electoral y se instauró el “estado de guerra interno”.
Finalmente, el exhausto tesoro de Buenos Aires debió aceptar un empréstito de 125 millones de dólares que Washington había girado.

Nelly, una mujer audaz
En el seno de una de esas familias pobres que habían logrado vislumbrar un futuro mejor de la mano del peronismo, el 1º de mayo de 1950, Isabel Nelly López de Mateos dio a luz a un hijo al que llamó Carlos Alberto.
Durante el invierno de ese mismo año, apenas tres meses después del nacimiento del pequeño, Nelly se quedó sola. Su esposo abandonó el hogar.
La mujer, que trabajaba como empleada doméstica, no pudo entregarse al dolor. No bajó los brazos, al igual que no lo había hecho antes, cuando la meningitis le había arrebatado a uno de sus hijos.
Amaba a Perón, y especialmente a Eva, la abanderada de los humildes, como todos la llamaban, y confiaba en la política del Gobierno Nacional, pese a que las cosas ya no fueran exactamente iguales a las de los años anteriores. Así y todo, la realidad la superaba, y por eso debió enviar al pequeño Carlos con su abuela, para poder ella misma hacerse cargo de sus otros dos vástagos: Adolfo Luis y Elsa Noemí López Mateos.
Pasarían siete años antes de que Carlos Alberto, hecho ya un chico maduro para su edad y marcado por el dolor y las dificultades que le había tocado atravesar, regresara al hogar de su madre y sus hermanos.
Poco después, casi al terminar la década del ’50, la familia se mudaría a City Bell, a una sencilla casa plantada en la esquina de Sarmiento y Luján.

El golpe del 55
Tras la muerte de Eva Perón, víctima del cáncer, el 26 de julio de 1952, Perón no había logrado mantener sobre las masas el mismo encanto que hasta entonces. Después se fueron haciendo más visibles, aún, los efectos de la crisis, y llegó la pelea con la Iglesia, que terminó de tensar los ánimos y marcar dos posiciones más hondamente divididas que nunca en el país desde 1945.
El 16 de junio de 1955, la Plaza de Mayo fue bombardeada por aviones de la Marina de Guerra que pretendían asesinar a Perón, pero que terminaron en cambio con la vida de decenas de civiles. Era, a partir de entonces, cuestión de tiempo. Y ese tiempo llegó tres meses después.
El 16 de septiembre el general retirado Eduardo Lonardi dirigió desde la provincia de Córdoba un levantamiento militar que se extendió a otras ciudades, y que tuvo un importante eco en Buenos Aires. Era el final de la era peronista, que para muchos podía presagiarse.
Cuando el contralmirante Isaac Francisco Rojas, responsable de la Marina amenazó con volar la destilería de La Plata y la dársena de inflamables de Dock Sud, todo estuvo terminado.
Juan Domingo Perón, que no había accedido al pedido de sus allegados de armar al pueblo para que lo defendiera, ofreció su renuncia el día 19 y se refugió en la embajada del Paraguay, primero, y en una cañonera de esa bandera, después, para partir más tarde rumbo a Asunción.
El 23, Lonardi asumió como presidente provisional de la Nación de la autodenominada Revolución Libertadora, designando a Rojas como vicepresidente.
Bajo el lema: “Ni vencedores, ni vencidos”, el presidente de facto se planteó un esquema conciliador hacia toda la sociedad, que finalmente no podrá llevar a la práctica, porque un golpe palaciego lo destituyó el 4 de noviembre, apenas a cincuenta de días de estar en el cargo.
Lonardi fue reemplazado por Aramburu, feroz antiperonista, que inició una verdadera “caza de brujas”: el partido Peronista fue declarado ilegal y sus pertenencias fueron incautadas pocos días después. Se llegó al extremo de prohibir toda publicación con el nombre de Perón, o cualquier símbolo, palabra o imagen que tuviera relación con su movimiento.
Con una purga que incluyó al ámbito sindical, con la intervención de la Confederación General del Trabajo (CGT), la Revolución Libertadora declaró ineptos para ocupar cargos públicos a todos aquellos que hubieran desempeñado puestos electivos o por nombramiento en el régimen depuesto.
Hubo detenciones en masa, no sólo de obreros, sino también de ex miembros de la estructura gubernamental, e incluso, el gobierno de Aramburu avanzó sobre lo que consideraba las “simbologías peronistas”, expatriando el cadáver de Eva Perón, sin que se conociera a ciencia cierta el destino que se le había dado.
Los medios de comunicación, que desde 1947 habían sido adquiridos por el Estado, fueron devueltos a sus antiguos propietarios, en algunos casos, o cedidos a nuevos dueños, tal como ocurrió con el diario El Día, de La Plata, que dejó de ser de propiedad sindical como hasta entonces, y pasó a manos del empresario David Kraiselburd.
Pero donde más impacto tuvo el nuevo gobierno dictatorial fue sobre los derechos de los obreros, y también sobre sus bolsillos.
En el primero de los casos, y avanzando por encima de los controles a los gremios y demás expresiones sindicales, la Revolución Libertadora estableció, por decreto de abril de 1956, el regreso a la Constitución del año 1853, considerando que la reforma de 1949 era nula por haberse implementado con el solo objeto de permitir la reelección de Perón.
Claro que no tardaron en alzarse voces de denuncia, asegurando que el desconocimiento del texto de la Carta Magna de 1949 apuntaba claramente a eliminar los “Derechos del Trabajador” que allí se habían plasmado por primera vez en la Constitución, así como el “artículo 40”.
Un informe de Raúl Prebisch, el nuevo conductor de los destinos económicos de la Argentina post-Perón, señalaba que “el estatismo, el nacionalismo y los intentos autarquizantes de la era justicialista eran los causantes de un fracaso que había dilapidado las reservas de oro y divisas, retrasado la producción agropecuaria, creando una industria artificial, y agravando la obsolescencia de la infraestructura de transportes y comunicaciones y que, en definitiva, legaba un panorama trágico cuya solución era el retorno a las leyes clásicas de la economía”1.
Atacados permanentemente, los peronistas proscritos y sin canales de difusión a través de los cuales defenderse, comenzaron a gestar la que sería vista, después, como la primera de sus etapas de resistencia organizada, de la mano del ex legislador peronista John William Cooke, y que cristalizaría a lo largo de la dictadura y hasta 1959 en huelgas, principalmente, y en menor medida, en desórdenes en operaciones relámpago para repartir volantes.
Fue durante esos años cuando el peronismo adquirió su “ala izquierda”.

El alzamiento de Valle
El 8 de junio de 1956, la policía procedió a la detención de cientos de militantes gremiales peronistas a fin de desalentar la participación obrera en masa en los movimientos planeados por un grupo de rebeldes acaudillados por el general Juan José Valle.
Los rebeldes iniciaron el levantamiento entre las 23 y la medianoche del sábado 9 de junio, logrando el control del Regimiento VII de Infantería de La Plata, y la posesión temporaria de radioemisoras en varias ciudades del interior. Pero la acción represiva del gobierno, que ya conocía los planes de los alzados, sofocaría el levantamiento al día siguiente.
Veintisiete personas (dieciocho militares y nueve civiles) serían fusiladas. Algunos de ellos, en forma clandestina y sin proceso alguno, mediante la aplicación retroactiva de la ley marcial, en un basural de José León Suárez. El 12 de junio, fue el turno del líder de la revuelta, el general Valle.
Y fueron justamente los veintisiete fusilamientos, y no la caída en combate de siete de los rebeldes durante los enfrentamientos en las primeras horas del alzamiento, lo que enfurecería a los peronistas.
El Gobierno recibió el impacto de la oleada de descontento desatada en gran parte de la población a partir de esos hechos, y en el mes de octubre de 1956 lanzó una convocatoria a elecciones para conformar una Asamblea Constituyente.
En los comicios del 28 de julio de 1957 la UCR del Pueblo y los sectores más ligados al gobierno lograron 120 bancas, contra 85 de los reformistas.

La niña mimada
La hija que Alberto y Concepción ya esperaban cuando la Revolución Libertadora derrocó a Perón llegó al mundo el 11 de marzo de 1956 en la Maternidad de La Plata, de 69 y 115.
Domingo contaba ya 12 años, y Rosa, 14; quizá por eso vio en la recién nacida, a la que sus padres llamaron Silvia Mabel, más que a una hermana. El tiempo y las obligaciones de Concepción se encargarían de que en los años siguientes, el rol de la adolescente se tornara casi maternal.
El Frigorífico Swift, que había sido el primer trabajo de Concepción, fue el que Alberto mantuvo hasta jubilarse, después de dejar el corralón de maderas Artola, de 7 y 65, en La Plata. Su esposa pasó, entonces, a la pródiga fábrica Alpargatas, ubicada en los límites entre Berazategui y Florencio Varela.
El primer año de la bebé, que creció rodeada de atenciones y afectos, transcurrió con normalidad, como el de cualquier pequeño de su edad. Y fue recién cuando Silvia intentó dar sus primeros pasos, que los padres comenzaron a notar que algo no estaba bien: la chiquita se caía, no lograba mantener el equilibrio sobre sus pequeñas piernas.
El diagnóstico lo hicieron los médicos del Hospital de Niños de La Plata y fue inapelable: había nacido con luxación de la cadera izquierda, y a menos que se tomaran medidas, no podría caminar.
El primer intento fue el de colocarle un yeso para forzar la corrección de los huesos, evitando así recurrir a una intervención quirúrgica; pero pese a que lo llevó por algunos meses, no produjo el resultado esperado.
La operación, que se había hecho ya inevitable, fue practicada cuando la pequeña contaba con apenas dos años: se le colocaron clavos y plaquetas, que un largo tiempo después, y con otra operación mediante, le fueron retirados.
La situación que le tocó vivir hasta los cuatros años, hizo que Silvia recibiera cuidados extremos y mimos en abundancia, no sólo de la hermana que la tenía a su cuidado, o de la tía abuela que vivía con ellas, sino de toda la familia que se compadecía del problema de la niña. A partir de allí comenzó a moldearse su carácter: un poco caprichoso, un poco aniñado, un poco arrebatado.
La conducta poco se modificó, aunque cuando cumplió los cuatro años el problema de caderas de Silvia había sido resuelto por completo. Ella llegó a ser tan consentida, que incluso, con tal de hacerla comer, Rosa la seguía hasta la casa de la vecina con el plato de comida en una mano y el tenedor en la otra.
En el mismo barrio de Villa Argüello donde estaba el hogar familiar, Silvia cursaría el único año de jardín de infantes que la recuperación de la cadera luxada le permitiría realizar, en el edificio de 126 y 60.
Para cuando la chica empezó, después, la educación primaria en la Escuela Nº 8, de 64 y 125, su hermana Rosa ya tenía veinte años, y llevaba casi dos años de casada.
En el país se habían dado cambios enormes en todo el tiempo que la vida familiar giró en torno de la salud de la más chica.

La UCRI al gobierno, con el apoyo de Perón
Pese a las airadas declaraciones sobre la libertad reinante, la democracia y los grandes principios que pregonaba defender la gestión de Aramburu, en 1957 nada lograba disimular el atascamiento político y el fiasco económico de los primeros dos años de gobierno.
La Revolución Libertadora había “aumentado los quebrantos comerciales el ciento por ciento con respecto a 1956, y a los empresarios nacionales no les fue mejor que a los obreros. Mientras que la estabilización monetaria fue transitoria, por estar asentada en la contracción forzada de la demanda, subsistían las causas de inflación, que pasó de una tasa del 12,3 por ciento en 1955 al 24,7 por ciento en 1957”2.
Cuando cada vez parecía más preciso convocar a elecciones, dos hechos dados en el seno de las Fuerzas Armadas dejaron en claro cuál era la política de Aramburu, y su gobierno, que contaba con el férreo apoyo de la Marina: el primero fue el planteo de la Fuerza Aérea, en reclamo de la convocatoria a comicios para devolver el poder a un gobierno civil.
El segundo fue una revelación periodística, acompañada con cartas del contralmirante Rial, en las que éste hacía referencia a la maniobra desplegada desde la Revolución Libertadora para obstaculizar la acción política de Arturo Frondizi.
Ambos episodios contribuirían a acelerar los tiempos, y entonces Aramburu finalmente anunciaría que el 23 de febrero del año siguiente, 1958, se celebrarían elecciones.
A partir de enero comenzaron las negociaciones entre la UCRI y el exiliado Perón, donde acordarían, finalmente, que de imponerse Frondizi, éste levantaría las medidas de excepción tomadas contra los peronistas, restablecería en un plazo de 90 días las conquistas en el plano social, económico y político, y retrotraería la situación de los sindicatos y la CGT a la que existía en 1955, antes del golpe militar. Finalmente, el nuevo gobierno abriría la vía electoral para el Justicialismo.
Mediante una conferencia de prensa en Santo Domingo, capital de la República Dominicana, Juan Domingo Perón llamó a sus huestes a sufragar a favor de la UCRI.
La fórmula Arturo Frondizi-Alejandro Gómez se llevaría todas las gobernaciones de provincia, el total de los escaños del Senado, y 133 bancas de Diputados, contra 52 de la UCR del Pueblo, así como un triunfo electoral con el 44,79 por ciento de los votos.
Pese a las presiones para desconocer el resultado electoral, Aramburu entregó el poder el 1º de mayo de 1958 a su sucesor, y éste, en recompensa por la decisiva ayuda que prestaron en las elecciones, otorgaría a los peronistas una amnistía general, la posibilidad concreta de reorganizar el movimiento obrero a nivel nacional de la mano de una nueva Ley de Asociaciones Profesionales, e incluso, mejoras salariales del 60 por ciento.
Sin embargo, algunas otras promesas hechas por el “desarrollista” al exiliado Perón para ganar el respaldo de sus huestes, serían de más lento cumplimiento, o por el contrario, jamás llegarían a cristalizar. Un caso emblemático fue la normalización de la Confederación General del Trabajo (CGT), intervenida por la Revolución Libertadora en 1955, y que no se daría sino hasta 1961, tres años después de la llegada del radicalismo al poder.
La crisis se fue instalando lenta y silenciosa, pero también implacable: en 1963, los salarios serían un 15 por ciento más bajos que en 1958, y la participación de los sueldos y salarios en el producto nacional bruto argentino, en comparación con los rendimientos de capital, descendería en varios puntos entre el derrocamiento de Perón y su futuro regreso a la presidencia a comienzos de la década del ’70.
Frondizi rápidamente renegó de sus afirmaciones preelectorales de nacionalismo, y firmó contratos con ocho compañías petroleras extranjeras, en tanto que en 1959 desnacionalizó el Frigorífico Lisandro de la Torre, desatando un intento de “huelga general revolucionaria” convocado por John William Cooke.
El peronismo, aún proscrito, volvía a desafiar al poder en demanda de legalidad, pero denunciando lo que consideraba una política antiobrera y pro-imperialista. Se desataron importantes huelgas, y algunas de las actividades de resistencia se tornaron violentas.
La UCRI escuchó las sugerencias militares y declaró el estado de sitio en 1959, para un año más tarde poner en marcha el plan Conintes (Conmoción Interna del Estado), que declaró zonas militares a Berisso, La Plata y Ensenada, permitió someter a jurisdicción militar a los acusados de terrorismo, y se tradujo al mismo tiempo en detenciones masivas de huelguista e intervenciones de sindicatos.
Frondizi navegaba entre dos fuegos: por un lado, los planteos militares eran incesantes, a tal punto que poco más tarde, cuando fuera derrocado el 29 de marzo de 1962, habría sumado 34 en total. Por otro lado, desde el arco político de la oposición casi en su totalidad, e incluso por parte del propio Aramburu, se exigía al Gobierno la legalización del peronismo; aunque quedaba claro que sin otorgar la posibilidad a Perón de retornar al país.

Vientos de cambio desde el Caribe
Cuando el 1º de enero de 1959 la Revolución liderada por Fidel Castro, el también cubano Camilo Cienfuegos y el argentino Ernesto “Che” Guevara logró el control total de la isla caribeña de Cuba, y la expulsión definitiva del gobierno de Fulgencio Batista, en Argentina fueron los miembros encolumnados detrás de la Revolución Libertadora los que saludaron el triunfo rebelde.
De la misma manera que lo habían palpitado en cada una de sus instancias, el levantamiento castrista era para los más acérrimos antiperonistas una réplica caribeña de la asonada con que habían derribado del poder al peronismo en 1955. E incluso, llegaron a equiparar a Perón con Batista, considerándolos dos tiranos de la misma estatura.
Paradójicamente, la masa peronista se mostró escéptica con el triunfo de la guerrilla cubana, incluso en la opinión de los referentes de su ala más izquierdista, como Cooke.
Rápidamente cambiaría el tablero, poco después, cuando en 1962 el gobierno cubano se declarara socialista.
Sin duda, lo ocurrido en Cuba, sumado a la revolución cultural China en marcha, que llevaría al gobierno de ese país a romper con la Unión Soviética, la creciente concientización de la clase obrera a través de sus luchas constantes contra los atropellos a sus derechos y la proscripción del peronismo confluirían para perfilar una nueva conciencia política en la Argentina.
Y si bien faltaban entonces varios años para que, sobre el final de la década de los ’60, se produjera una explosión social en demanda de un nuevo orden político y social, los primeros bosquejos comenzaban a delinearse.
A mediados de los años sesenta Perón reformularía su Tercera Posición (equidistante de los imperialismos: el de la Unión Soviética y el de Estados Unidos), para asociarla con las luchas de liberación contra el colonialismo y el neocolonialismo del tercer mundo.
Pero ya entre 1959 y 1960, la influencia cubana se dejó sentir con la formación de un foco guerrillero en los montes enclavados en los límites entre las provincias de Tucumán y Santiago del Estero, conocido como Uturuncos.

El fracaso de la legalidad
Cuando las presiones para legalizar al peronismo se habían tornado demasiado fuertes, Frondizi autorizó a los peronistas a participar en la contienda electoral de 1962, para elegir gobernadores provinciales.
Creyó ver en los pedidos emanados de todo el arco político el respaldo que creía necesario para doblar el estado de ánimo en contrario de las Fuerzas Armadas. Pero el éxito de los hasta entonces proscritos en los comicios fue demasiado abrumador como para que los inquietos jefes militares se mostraran dispuestos a autorizar la ratificación de los resultados arrojados por las urnas el 19 de marzo de 1962.
La UCRI se quedó con diez provincias y la Capital Federal, pero cuatro fueron para los “neoperonistas”, ligados al líder exiliado pero no oficialmente, que también se habían impuesto, en cierta forma, en Jujuy, tras apoyar a un candidato cristianodemócrata.
Oficialmente, el peronismo como tal había logrado cinco gobernaciones, incluida Buenos Aires, la más importante del país, donde había sido electo Andrés Framini. Y fue justamente para esa campaña electoral donde Adolfo Luis López Mateos comenzó a meterse en la militancia activa, con tan sólo 13 años.
Apenas diez días después de las elecciones, un nuevo alzamiento militar puso fin al gobierno democrático, y fue designado el civil José María Guido, como presidente provisional veinticuatro horas más tarde.

Azules y Colorados
Tensiones latentes entre las dos facciones internas del Ejército no tardaron en hacerse manifiestas, y eclosionaron en abril de ese mismo año, con un enfrentamiento entre ambos sectores: los denominados “Colorados”, liderados por el general Guillermo Toranzo Montero, y los “Azules”, donde ya se percibía la figura del general Juan Carlos Onganía.
En el mes de septiembre triunfaron los “Azules”, quienes se oponían en lo inmediato a que los militares se hicieran cargo del gobierno, pero al igual que sus pares de la facción colorada, eran firmes antiperonistas.
Por entonces, desde Estados Unidos se definía una nueva política hacia América Latina, que buscaba orientar a las Fuerzas Armadas nacionales a velar por los intereses “occidentales y cristianos”, y en contra del avance del comunismo internacional, que en el contexto de la “Guerra Fría”, y siempre según el discurso exportado por la principal potencia del norte, buscaba hacer pie en países del Tercer Mundo.
Puertas adentro del país, el triunfo de los “Azules”, marcó el camino hacia nuevas elecciones, y entonces los partidos políticos comenzaron a prepararse. Se barajó la posibilidad de un frente “nacional y popular”, al que aspiraban la Democracia Cristiana, la UCRI, los conservadores, y la Unidad Popular, nombre que habían elegido algunos referentes del peronismo para la construcción de una alternativa política.
Los “Colorados”, que eran clara mayoría dentro de la Armada, no vieron con buenos ojos la posibilidad de una participación peronista en los comicios, e incluso en un posible nuevo gobierno, por lo que en abril de 1963 se sublevaron. El resultado fue la proscripción, pese a que la intentona fue sofocada sin inconvenientes por el gobierno y las fuerzas leales. Ante ese estado de cosas, Perón, ya exiliado en Madrid, donde permanecería hasta su retorno al país, llamó a sus huestes a sufragar en blanco.

Un hombre que carecía de respaldo popular
Arturo Humberto Illia, candidato por la Unión Cívica Radical del Pueblo, fue elegido presidente con el 25,2 por ciento de los votos, menos del porcentaje logrado por los votos emitidos en blanco.
Poco después, en marzo de 1964, fue desmantelado en la provincia de Salta y por tropas de la Policía Federal, el Ejército Guerrillero de los Pobres, un intento de foco revolucionario impulsado por el periodista Ricardo Masetti, y apoyado por combatientes cubanos, del que se dirá, mucho después, que fue una avanzada para apoyar el que luego será el proyecto revolucionario de Ernesto “Che” Guevara en Bolivia.
La CGT, liderada por Augusto Timoteo Vandor, apodado “el Lobo”, declaró rápidamente la ilegitimidad del gobierno, y se lanzó en el primer trimestre del año 1964 a una intensa campaña de boicot, que incluyó manifestaciones, miles de actos de sabotaje, ocupaciones de fábricas. La mayoría de los peronistas, sumada activamente o no a la convocatoria que endurecía su postura general en reclamo del retorno de Perón, comenzaba a vislumbrar que la lucha y la acción directa serían la única forma de recuperar el estado de cosas que los militares le habían quitado a la masa trabajadora en 1955.
Pero no pasaría demasiado tiempo hasta que quedara claro que la intención de Vandor no era la de forzar el retorno del viejo líder exiliado, sino la de ocupar su lugar. Por eso, desde Madrid, Perón comenzó a desplegar una suerte de “juego pendular”, como se lo denominará andando el tiempo, y que se prolongará a lo largo de toda la década del ’60 y comienzos de la del ’70.
En agosto de 1964, un congreso con dos mil asistentes dio nacimiento al Movimiento Revolucionario Peronista (MRP), que no sería, como muchos creyeron, la opción definitiva de Perón por el ala izquierda del peronismo. Todo lo que quería el líder era reencauzar a los rebeldes y dejar en claro quién comandaba al Movimiento Peronista, estando o no en el país. Y cuando los vandoristas volaron a Madrid a hacer las paces con su conductor, el MRP fue desmantelado.
Algo similar ocurrirá en 1965, cuando aliente la creación de las 62 De Pie Junto a Perón, liderada por José Alonso, para oponerse a las 62 Organizaciones peronistas, dominadas por los vandoristas.
Y nuevamente en 1968, cuando Perón fomente el surgimiento, en el mes de marzo, de la CGT de los Argentinos, recibiendo a su futuro líder, Raimundo Ongaro, en Madrid. Tras escuchar los vandoristas las advertencias necesarias, nuevamente llegó la orden de desmantelamiento, a finales del mismo año, propiciando una reunificación de la CGT, aunque esta no se concretaría hasta 1970, algunos meses después del asesinato de Vandor por parte de una agrupación guerrillera de poco relieve en lo sucesivo.

Leales a Perón
Los Isabella Valenzi y los López Mateos no se conocían todavía por entonces, y no será sino hasta que las dos familias estén instaladas en City Bell, sobre el final de la década, cuando comience el trato entre ellas. Sin embargo, ya entonces, e incluso desde muchos años antes, tenían algo en común: su simpatía por el peronismo y su líder.
Concepción y Alberto, que por su condición de ciudadanos italianos estaban imposibilitados de sufragar, no podían sentir otra cosa que agradecimiento hacia el presidente exiliado, dado que fue gracias a los créditos conseguidos durante su gobierno que habían logrado el sueño de la casa propia en el país, apenas poco tiempo después de haber llegado.
Los tres hermanos López Mateos, en cambio, recibieron de su madre, y como la más básica de las lecciones, que desde que el gobierno peronista había sido depuesto, ningún otro había logrado reproducir las condiciones alcanzadas por el pueblo durante la década en que Perón había ostentado el poder.
Dirá Luis muchos años después, que Nelly les enseñó “a ser buenos peronistas”.
Esa simpatía política compartida se manifestará sobre el final de la década como un factor que contribuirá a unir a las familias en un entramado de relaciones, cuando Rosa se convierta en la peluquera del barrio y cuente entre sus clientas a Nelly, o cuando Carlos y Luis trabajen codo a codo con el esposo de Rosa en la que fue la primera Unidad Básica abierta en el barrio, cuando el funcionamiento de los partidos políticos vuelva a ser autorizado a comienzos de los ’70.

Mayor aislamiento
En diciembre de 1964 Perón fue detenido en Brasil a bordo del llamado “avión negro” cuando intentaba regresar al país. Y ese episodio contribuyó a ahondar más aún la sensación de aislamiento que rodeaba al gobierno de Illia, percibido por los observadores políticos como profundamente debilitado.
Las presiones llovían sobre el veterano presidente radical, que se mostraba respetuoso de las libertades individuales, como quizá pocos de sus antecesores lo habían sido. Atreverse a revisar los contratos petroleros firmados por Frondizi, y meterse en la pulseada con los laboratorios farmacéuticos de capitales transnacionales en busca de una alternativa a la ley de patentes fueron dos episodios que le costarían el gobierno.
A eso se sumó, sobre finales de 1965, el pase a retiro del teniente general Juan Carlos Onganía como comandante en jefe del Ejército, a consecuencia de las reiteradas pretensiones de influir sobre la gestión.
Un nuevo golpe militar estaba en marcha.


































1-“Historia de la Argentina 1955-1966: Los debates postergados”, Crónica – Hyspamérica, Editorial Sarmiento S.A. 1992.
2-“Libertadores y desarrollistas”, Isidro Odena, Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1977.

Capítulo 3 - Resistencia y adolescencia

Capítulo 3
Resistencia y adolescencia



El golpe de Onganía
Casi dos meses después de que Carlos Alberto López Mateos cumpliera 16 años, y tres meses y medio después que Silvia Mabel Isabella Valenzi soplara diez velitas en la torta, un nuevo golpe de Estado sacudió al país.
El general Juan Carlos Onganía desplazó sin necesidad de grandes despliegues de fuerza al radical Arturo Illia de la Casa Rosada, e implantó una violenta dictadura que disolvió el Congreso y las Legislaturas provinciales, prohibió la actividad política, y a poco de estrenada, irrumpió con violencia en las universidades, en un episodio que pasaría a la historia como “La Noche de los Bastones Largos”.
Se dictaron leyes de “seguridad nacional”, se implantó la pena de muerte contra los “subversivos marxistas”, y fueron encarcelados desde militantes de esa corriente ideológica hasta liberales progresistas.
La excusa de los militares había sido, en esa oportunidad, la necesidad de controlar una “inflación galopante” del 6,7 por ciento anual, el desorden desatado por las huelgas y manifestaciones obreras y populares, y “la corrupción e ineficiencia” de la administración desplazada. Sin embargo, el principal fantasma que asustaba a la dictadura era el avance del peronismo y de la izquierda contestataria.
Paradójicamente, el cuartelazo había contado con el beneplácito de una parte de la población, aunque el apoyo más singular provino de Vandor, ya abiertamente enfrentado con Perón.
Los nuevos conductores de los destinos del país traían, además, un modelo de reconversión económica para la Argentina, en asociación con el capital extranjero, mediante el cual la industria básica sería absorbida junto a la de sustitución de importaciones, sepultando al mismo tiempo a la “industria obsoleta”.
“La política económica del equipo de Adalberto Krieguer Vasena puede resumirse así: tratar de que la Argentina, pais de industrialización media, se convirtiera en exportadora de productos industriales mediante la importacion de insumos intermedios de menor costo que los nacionales, facilitando las inversiones extranjeras, centralizando el crédito y suprimiendo las trabas arancelarias a las exportaciones para que la economía funcionase a costos internacionalmente competitivos. Para ello se devaluó el peso y se aplicaron retenciones a los productos tradicionales de exportación, a fin de evitar su encarecimiento en el mercado interno, y poder así mantener el congelamiento de salarios. Pero las únicas industrias en condiciones de exportar eran las pertenecientes al capital extranjero (principalmente norteamericanas) que no impulsaron las exportaciones por no encuadrar dentro de sus intereses”.1

Luis, el bancario
Mientras que la pobreza había templado el carácter de Nelly Mateos y sus hijos, los esmeros con que la mujer sorteaba las dificultades de todos los días con denodado esfuerzo llevaron a que la unión entre los cuatro fuera un vínculo muy férreo.
Las cosas no fueron fáciles sino hasta que Luis se fue a Mar del Plata con una propuesta para jugar al fútbol y la chance de trabajar como empleado bancario, ya que el dueño de la entidad era al mismo tiempo presidente del club Kimberley.
El joven de apenas 20 años logró rápidamente acomodarse para vivir con lo que ganaba como deportista, y entonces decidió enviar puntualmente todos los meses sus haberes de empleado al hogar materno, donde habían quedado la madre y los hermanos.
Ese fue el segundo paso que lograron dar los López Mateos para salir adelante. Aunque claro, todo estuvo a punto de terminar repentinamente cuando los jefes de Luis le advirtieron que no podían tolerar su militancia en el peronismo proscrito bajo la dictadura de Onganía.
La amenaza de abandonar el club si perdía ese otro trabajo se traducía de inmediato en una reprimenda del dueño del banco al gerente de la sucursal, y las cosas volvían a la normalidad por un tiempo, hasta que la escena volvía a repetirse.
El primer paso, en tanto, lo habían dado cuando Oscar Alende se convirtió en gobernador de la provincia de Buenos Aires en la elección que a nivel nacional ganó Arturo Frondizi en 1958.
Un hombre conocido de los López Mateos había sido designado entonces como intendente de La Plata, y Nelly consiguió un puesto como enfermera en el Hospital San Martín. Inquieta como era, la mujer analfabeta que había aprendido a leer y escribir con sus hijos, porque su padre consideró que una mujer no necesitaba escolarizarse, haría después un curso de laboratorista, para avanzar en su carrera.
Finalmente, sería la hija de Nelly, Elsa Noemí, la que sumaría a su turno mayores ingresos al hogar familiar, cuando comenzara a trabajar como maestra en escuelas rurales en El Pato y en Florencio Varela, lugares a los que tenía que trasladarse haciendo "dedo" en la ruta.

Una nueva conciencia política
Las luchas de la resistencia peronista siempre por debajo de la superficie de aguas que parecían aquietarse con la llegada de los sucesivos golpes militares; la añoranza de una prosperidad perdida con el derrocamiento de Perón, que no volvería a darse en los años sucesivos, y la desazón de los sectores más progresistas frente al avance reaccionario sobre sus bastiones de libertad históricos como las universidades y la libertad de prensa, fueron configurando una cada vez más profunda conciencia política en el país.
El orden mundial acompañaba ese cambio, con expresiones similares que iban dándose en los lugares más remotos del globo, y que en el país despertaban la pasión política por el cambio social, que prendía más fuertemente en los universitarios.
En ese marco, durante la dictadura de Onganía muchos comenzaron a ver en el peronismo la expresión de un modelo que privilegiaba a las clases más oprimidas, al mismo tiempo las más fuertemente atacadas por los sucesivos gobiernos desde 1955. No habían vivido el peronismo por sus cortas edades, pero lo saboreaban, lo intuían en el fervor y la fidelidad que expresaba la clase trabajadora.
El sindicalismo estaba, por su parte, dividido. Por un lado, la CGT, de la mano de Vandor, se había tornado cada vez más funcional a la dictadura. Como expresión alternativa, y alentada por Perón, en marzo de 1968 nacería la CGT de los Argentinos, conducida por Raimundo Ongaro, secretario general de la Federación Gráfica Argentina.
La teoría de los focos de insurgencia también fue importada por una generación de jóvenes argentinos. A la experiencia fallida de los Uturuncos, se sumó el desmantelamiento, el 1 de septiembre de 1968, de una nueva tentativa, esta vez en Taco Ralo, un año después de que el 8 de octubre de 1967, Ernesto “Che” Guevara fuera detenido y asesinado en Bolivia, y su avanzada guerrillera completamente desactivada.
La Iglesia no estaba exenta a las nuevas corrientes. El primer paso se había dado a través del Concilio Vaticano II en 1965, que condenaba “la pobreza, la injusticia y la explotación como resultado del afán humano de poder y riqueza” e incitaba a los cristianos a que “lucharan por la igualdad”.
Dos años más tarde, el Papa Paulo VI promulgó la vulgata Populorum Progressio, que atacaba la codicia, la desigualdad, el racismo y el egoísmo de las naciones ricas y no descartaba la violencia en aquellos casos donde “hubiera una tiranía manifiesta y duradera que pudiera perjudicar derechos personales fundamentales y dañar peligrosamente el bien común del país”.
Ese mismo año de 1967, se creó el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, que tendría en el país un rol de suma importancia al impartir una teología radical a una generación de jóvenes. Y si bien condenaba la violencia abierta, promovería involuntariamente que muchos de esos jóvenes se integraran después a agrupaciones revolucionarias.

Las amigas
En 1967, los Isabella Valenzi se mudaron a City Bell con los dos hijos que aún cobijaban bajo su techo: Silvia, de 11 años, y Domingo, de 23. El lugar era una propiedad ubicada dentro del Club del Sindicato de Trabajadores Telefónicos, donde el matrimonio consiguió trabajo como caseros.
La nueva dirección era 493, entre 26 y 27, en pleno corazón de un barrio con apenas una calle pavimentada, donde la gente llevaba un ritmo verdaderamente sereno, y el clima era casi pueblerino. El único sello del ritmo agitado de los tiempos que corrían lo ofrecía el Camino General Belgrano, mientras que hacia el interior, hacia el sur, el dibujo del plano se diluía apenas poco más de una decena de cuadras más allá.
Extrovertida y siempre dispuesta para la amistad como era, Silvia enseguida conoció a sus primeras amigas, que serían, sin embargo, las de toda la vida: Camila Azar, que vivía a media cuadra de su casa y que tenía la misma edad, y Stella, su hermana, tres años menor.
Con Camila trabaría amistad a través de Mónica Biancolini, porque ambas eran compañeras de la escuela. Después se sumarían las demás, así como los chicos: Jorge Balleto y Jorge Lazarte, entre los más allegados. Todos ellos formarían parte de una barra inseparable.
Y si bien todo transcurría en un radio muy pequeño, porque incluso la Escuela Nº 36 “Carlos Spegazzini” a la que asistiría para terminar la primaria también estaba muy cerca de su casa, Silvia conocería el barrio de la mano de Mónica.
Con Camila, la tercera de cuatro hermanos, que había perdido a su papá en un accidente automovilístico dos años antes y vivía en el barrio desde hacía cinco, la amistad se estrecharía más en los años siguientes.
Con Stella Azar el lazo también se afianzaría con el tiempo, y dejaría, incluso, marcas imborrables, al punto de que tres décadas y media después ella recuerde el consejo que Silvia le dio después de un viaje realizado a los 12 años sobre como enjuagar la ropa después de lavarla para que no se arruine.

El Cordobazo
La dictadura de Onganía había logrado algunas mejoras tenues en lo económico. “Hubo un par de años de expansión: en 1967-68 el PBI se incremento en un 6,2 por ciento anual. No obstante, en 1969 el ritmo de crecimiento bajó a 4,1 por ciento. Como resultado de ello comenzaron a aumentar rápidamente los precios internos, mientras los salarios continuaban congelados y crecía el descontento en el campo por la política de retenciones y las restricciones crediticias. A eso se sumó el descontento de gran parte de la burguesía industrial nacional media, que protestaba por la estrechez del mercado interno y el alto costo del dólar para la importación de equipos. El fracaso de la política económica se extendió al plano político y cultural en 1969”.2
Pero el detonante de la furia contenida llegó en mayo de ese año, cuando la Ley Nº 18.204 unificó la duración de la jornada laboral en todo el país, en una avanzada que implicaba para muchos sectores la pérdida de beneficios adquiridos. Dos sindicatos cordobeses anunciaron una huelga por tiempo indeterminado y se encendió la mecha.
Rápidamente la CGT de los Argentinos se plegó, y la CGT “oficial” y vandorista convocó a un paro nacional, aunque recién el 29 de mayo. En medio de ambos hechos, dos jóvenes habían caído bajo las balas de la represión en protestas estudiantiles y obreras desatadas en las principales ciudades del país, pero con el epicentro del conflicto en Córdoba, donde la ciudad quedó virtualmente en poder de la ciudadanía levantada contra la dictadura durante varios días.
El episodio, que sería conocido desde entonces como “El Cordobazo”, forzó la salida de Krieguer Vasena de la cartera económica, para que en su lugar llegara Dagnino Pastore, quien traería la promesa de convocar a paritarias. Pero las consignas pintadas con aerosol en las paredes cordobesas, señalaban que el capitalismo tambaleaba ante una voluntad de cambio cada vez más extendida.
Y ese no era el único signo: siguieron en las semanas y meses sucesivos el asesinato de Vandor por parte de un comando peronista, el ataque por parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) a varias sucursales de la cadena de supermercados Minimax en ocasión de la visita al país del magnate norteamericano Nelson Rockefeller, su propietario. Estallidos similares al Cordobazo, que se conocerán como “El Tucumanazo”, “El Mendozazo”, “El Rosariazo”, y el Viborazo (en Córdoba, en marzo de 1971) se repetirán en los años sucesivos.
Desde su exilio en Madrid, Perón advirtió el rumbo que estaban tomando las cosas, y alentó la rebelión.

Un estudiante de derecho
En tiempos en que el país era un hervidero, y cuando los abogados fueron el primer sector de profesionales que se sumó a la radicalización progresiva pero generalizada de la sociedad, incluso prestando servicios muchos de ellos a la CGT de los Argentinos, Carlos López Mateos comenzó a cursar la carrera de Derecho en la Universidad de la Plata. Era el año 1969.
Para costear sus estudios, el joven de diecinueve años empezó a trabajar en el ferrocarril, cargando valijas. Y al tiempo que nacía a la militancia estudiantil en la universidad intervenida por el régimen militar en el gobierno, comenzaba a desplegar también una militancia social y política en el barrio donde vivía.
Fue también durante ese mismo año que un reducido grupo de no más de una decena de jóvenes se lanzaba a realizar operaciones de apropiación de armas y de dinero, con ataques a comisarías y asaltos a bancos. Las acciones se realizaban en Córdoba, principalmente, y en Buenos Aires, en menor medida, que eran los lugares donde los futuros fundadores de la agrupación Montoneros habían hecho pie. Sin embargo, y para mantener hasta entonces oculto el carácter político de la organización en formación, simulaban ser delincuentes comunes.

El fugaz paso de Levingston
El 29 de mayo de 1970, al cumplirse el primer aniversario del “Cordobazo”, el ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu fue detenido en su domicilio por desconocidos que pronto dejarían de serlo: mediante un comunicado, la agrupación Montoneros salió a la luz.
Estaba apenas compuesta por algo más de una decena de integrantes, de la misma manera que se mantendría por un largo tiempo, y carecía de los recursos necesarios, todavía, como para representar una verdadera amenaza para la dictadura.
A Aramburu se le realizó, según explicaron los guerrilleros, un “juicio revolucionario” bajo las acusaciones de ser el responsable del golpe de septiembre de 1955, y de ser también responsable de la desaparición del cadáver de Eva Perón. Por esos, entre otros hechos, fue hallado culpable y ejecutado.
Ese episodio abriría para la agrupación naciente el camino de las simpatías populares, ya que Aramburu era efectivamente considerado responsable de la caída de Perón por la gran masa peronista de la población.
El “Aramburazo”, como se conoció al episodio, enardeció a los militares, que desplazaron a Onganía, sustituyéndolo por Roberto Levingston. Este, sin embargo, no tardaría en perder la confianza de los altos mandos, que volverían a realizar un cambio presidencial, colocando al general Alejandro Agustín Lanusse en la Casa Rosada en marzo de 1971.
La debilidad de la organización llevó a que Montoneros perdiera a uno de sus fundadores rápidamente, e incluso a que, al ser descubiertos sus integrantes, entre julio y agosto de 1970 estuviera a punto de desaparecer por completo.
Fueron “salvados” por las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), y lograron recuperarse para realizar varias incursiones que les permitieran hacerse de dinero en el último trimestre de 1970. Sin embargo, por entonces, sus integrantes no superaban, aún, la veintena.
De allí en más, las operaciones de la agrupación guerrillera se convertirían en verdaderos actos de propaganda, y acciones heroicas. No abandonarían la metodología de apropiación de armas y de dinero, mediante incursiones orientadas a fortalecer su estructura. Y sumarían, además, el apoyo de Juan Domingo Perón desde el exilio.
El viejo líder enviaba al país grabaciones en cintas magnetofónicas con discursos en los que alentaba las acciones de las “formaciones especiales”, como las llamaba. Dejaba, al mismo tiempo, entrever el necesario “trasvasamiento generacional” que debía producirse en el Movimiento peronista, y en el cual, los Montoneros rápidamente comenzaron a sentirse los herederos de la estructura creada en torno a la figura de Perón.
Confluyeron varios factores: la necesidad de Perón de demostrarle a la dictadura que debía convocar a elecciones, primero, y luego que debería cumplir con esa promesa; pero también la juventud e ingenuidad política de los militantes.
En ese marco, había diferentes puntos de vista dentro de la organización, porque mientras algunos montoneros creían que el objetivo perseguido era una variante nacional del socialismo, otros veían la necesidad de una forma socialista de revolución nacional. Perón, por su parte, había aggiornado su “Tercera Posición” histórica y equidistante de los dos imperios (la Unión Soviética y Estados Unidos), para reconvertirla en un proyecto de socialismo nacional, acorde a los cambios que se daban en el mundo.

Vida de barrio
Con los propios amigos del grupo, las chicas tenían noviazgos inocentes de la primera etapa de la adolescencia, que solían acabar a las pocas semanas.
Los sábados eran de asalto en los últimos años de la década del ’60 y comienzos de la siguiente. Las chicas llevaban la comida, los varones algo para tomar, y la reunión se hacía en la casa de alguno de los integrantes de la barra.
El regreso era siempre en grupo, caminando por las calles de tierra, a las 4, las 5 de la mañana. No existían peligros, entonces, en el barrio donde todos se conocían.
Las chicas llegaban cada una a su casa, que estaban prácticamente juntas, Camila y Stella a cincuenta metros de Silvia, Alicia una cuadra y media más allá de ellas.
En las tardes, en cambio, uno de los destinos predilectos eran las plantas de moras en el límite del plano, donde ya no había casi casas, y las calles se desdibujaban. Había que hacer quince, veinte cuadras de caminata, pero no había apuro, sobraba el tiempo y no había otros intereses que la amistad, la charla compartida, los chismes en barra, las risas que se multiplicaban.
Si una de las chicas tenía que ir al kiosco, las demás asumían el compromiso obligado de acompañarla, y llegaban a formarse grupos numerosos, incluso, para recorrer los cuatrocientos o quinientos metros de distancia, sólo para hacer una compra que en definitiva no era demasiado importante. Y la rutina volvía a repetirse una y otra vez, varias veces al día, infinidad de veces a la semana.

Trelew
En un penal de máxima seguridad de Rawson, en la provincia de Chubut, se encontraban los más importantes presos políticos de la dictadura lanussista: Marcos Osatinsky y Roberto Quieto, líderes de las FAR, Mario Roberto Santucho y Enrique Gorriarán Merlo, de la cúpula del ERP, y Fernando Vaca Narvaja, de Montoneros, así como un centenar de militantes de esas organizaciones, y dirigentes gremiales de izquierda.
Siguiendo un plan trazado por Santucho, casi la totalidad de los allí alojados habían sido numerados (por orden de importancia política) para protagonizar la fuga más audaz de la historia, con fecha 15 de agosto de 1972.
Sin embargo, y aunque inicialmente el plan marchó bien, pronto los detenidos perderían el control de la situación: de todos los vehículos que debían aguardar su salida, únicamente quedó uno, como consecuencia de un error de coordinación. Y sólo el reducido grupo de los líderes logró, entonces, llevar el escape proyectado a la práctica, partiendo hacia el aeropuerto y tomando de rehén al piloto de un avión para trasladarse en él hacia Chile.
Los demás quedaron literalmente varados a las puertas del penal tomado, y desde la guardia llamaron taxis y remises. Lograron alcanzar el aeropuerto, pero cuando lo hicieron, el avión en que iban por sus compañeros carreteaba en la pista.
Los fugados, diecinueve en total, se apoderaron del aeropuerto y resistieron durante algunas horas el cerco de las fuerzas de seguridad, para entregarse después de negociar controles médicos para evitar torturas y la restitución a la cárcel de la que habían huido.
Aunque recibieron el asentimiento a su petitorio, fueron trasladados a la base naval Almirante Zar, en la ciudad chubutense de Trelew, y allí ferozmente torturados.
Una semana más tarde, el 22 de agosto, y fraguando un intento de fuga inverosímil, los diecinueve presos fueron acribillados. Sólo tres sobrevivirían, mientras que la esposa de Santucho, Ana María Villarreal, presuntamente embarazada, formó parte de la lista de muertos.
Lanusse asumió la responsabilidad de lo ocurrido en forma inmediata, y el contraalmirante Hermes Quijada difundió la “versión oficial” de los hechos. Las otras deberían conocerse por fuera de los medios de prensa, ya que la Ley Nº 19.797, sancionada en la noche de ese mismo 22, prohibió la difusión de noticias sobre o de organizaciones guerrilleras.
En los días sucesivos hubo manifestaciones de repudio en todo el país, y explotaron 60 bombas en respuesta a la “Masacre de Trelew”, como se la llamó.
Peronistas, radicales, intransigentes, socialistas, comunitas, trotskistas y demócratacristianos condenaron al Gobierno por lo ocurrido, mientras que Perón, desde el exilio, calificó las muertes como “asesinatos”.

Las lleva Carnevale
Promediaba 1971, y Camila y Silvia, con 15 años, tenían prevista una salida. Habían logrado, incluso, que Daniel Azar las llevara. Sólo faltaba un detalle, conseguir la autorización de Concepción Isabella Valenzi, que no cedía.
Las chicas prepararon todo: a la madre de Silvia la llevaron a la casa de Camila, para que su mamá la convenciera, y ellas se quedaron alrededor de los sillones enfrentados donde las dos mujeres negociaban.
Si bien era una ceremonia que solía darse, y de la cual ya casi conocían al detalle las instancias de su desarrollo, las dos madres aceptaban representar la escena sin mayores conflictos, y seguras ambas de que lograrían imponer su voluntad.
La madre de Camila argumentaba que las chicas ya tenían edad para salir, que no se trataba de nada peligroso, y que incluso, su hijo iba a llevarlas. Concepción, menos temerosa que restrictiva, insistía en su media lengua donde el acento italiano seguía deformando algunas palabras:
-Pero yo le digo a la Chilvi, ¿para qué van a salir ahora, si después viene carnevale y las lleva?
-Lo que pasa, que las chicas, de vez en cuando quieren salir... –respondía la otra. Camila, Silvia y Stella miraban, compenetradas, la situación. No hablaban entre ellas, y cada una entendía a su manera la conversación. Claro que, pese a todo, ninguna podía explicarse porque el clima se iba tornando más tenso.
-Discúlpeme, señora, pero... ¿quién es Carnevale que le tiene más confianza a él que a mi hijo? –disparó la madre de Stella y Camila, cuando se le hubo agotado la paciencia.
Silvia fue la primera en estallar en una risa incontenible, hilarante y contagiosa, porque habían entendido la confusión antes que las demás: su mamá estaba hablando de carnaval. Que Daniel Azar las llevara unos cuantos meses después, cuando llegara carnaval.

La Hora del Pueblo y el GAN
Los Montoneros creían firmemente que Perón llegaría para iniciar el camino hacia el socialismo en una transición por etapas, y sufrieron un leve desconcierto cuando el líder exiliado patrocinó “La Hora del Pueblo”, una declaración colectiva pidiendo la convocatoria a elecciones.
El radicalismo, el Partido Conservador Popular, el Partido Demócrata Progresista, el Partido Socialista Argentino, los radicales “Bloquistas” de San Juan y el propio peronismo suscribieron el pedido, que fue interpretado por la juventud militante como una treta de Perón para mantener al régimen en la mesa de negociación mientras el Movimiento profundizaba sus niveles organizativos y sus métodos de lucha “para emprender las próximas etapas de la guerra”.3
Durante la gestión de Levingston, no tendría eco “La Hora del Pueblo”, excepto como un acercamiento de posiciones entre los partidos políticos todavía proscriptos.
Será recién cuando sea designado Lanusse en su reemplazo, y a través de su llamado Gran Acuerdo Nacional (GAN), en marzo de 1971, que comiencen a sintonizarse ambos proyectos: el de los partidos políticos por retornar a la democracia, y el del presidente de facto por crear un frente de acción política que lo posicionara como su principal referente.
Lanusse rehabilitó la actividad política y dispuso la devolución de los bienes y locales a los partidos políticos, levantó las sanciones impuestas a diversos sindicatos, anunció la reunión de convenciones paritarias para discutir aumentos salariales, y permitió el funcionamiento de la CGT.
El presidente de facto se acercó a los referentes de La Hora del Pueblo para estrechar lazos y avanzar en un proyecto de normalización institucional. Sin embargo, la pieza clave para todo acuerdo era Perón, y en ese sentido se orientaron una serie de acciones de aproximación entre ambos. La que marcaría el momento de mayor acercamiento sería la repatriación del cadáver de Eva Perón, hecho que se concretó el 23 de septiembre de ese mismo año.
Sin embargo, las intenciones políticas de Lanusse fueron haciéndose cada vez más evidentes y eso motivó un cambio en la actitud del ex presidente exiliado: primero reemplazó a su delegado en Argentina, Daniel Paladino, por Héctor Cámpora, luego inició una serie de declaraciones en apoyo a las actividades de la guerrilla peronista representada no sólo por Montoneros, sino también por las FAP, y se mostró tolerante, cuando no comprensivo con las acciones desarrolladas por las otras agrupaciones no peronistas como las FAR y el ERP.
Lanusse abandonó su estrategia de acercamiento a Perón y Perón endureció cada vez más sus discursos contra el gobierno militar.
Corría ya 1972, cuando la publicación de una entrevista secreta entre un enviado del presidente de facto y el líder exiliado en la que se barajaba la posibilidad de un futuro político para Lanusse terminó por aguar todo posible acuerdo.
Lanusse anunció que en las elecciones no podrían ser candidatos quienes desempeñaran cargos en el Ejecutivo Nacional o en los ejecutivos provinciales hasta el 24 de agosto, pero tampoco quienes no residieran en el país con anterioridad a esa fecha. En ese marco, ni uno, ni otro, tenían chances ciertas de sumarse a la contienda electoral.
Perón podía volver al país, pero no lo hacía por no tener garantizada su seguridad, y eso permitió a Lanusse asegurar: “Aquí no me corren más a mí, ni voy a admitir que corran más a ningún argentino diciendo que Perón no viene porque no puede: permitiré que digan que no viene porque no quiere, pero en mi fuero íntimo diré que no viene porque no le da el cuero para venir”.4
La situación cambiaría drásticamente en el país, mediante un hecho en el que Perón nada tendría que ver: la Masacre de Trelew, que se traducirá en un incremento del descontento generalizado, así como de las acciones guerrilleras.
Perón debía volver, y volvió el 17 de noviembre de ese año.

Una chica enamoradiza
Después de 1971, las salidas a bailar fueron dándose con algo más de frecuencia. Y aunque no formaban parte de una rutina establecida, para las chicas eran acontecimientos más que importantes, que requerían un enorme despliegue en preparativos y en el maquillaje. La ropa no representaba un inconveniente, y apenas se arreglaban con unas pocas prendas cada una, que luego intercambiaban sin prejuicios.
Silvia se destacaba entre sus amigas por su particular facilidad para enamorarse. Todos los chicos le parecían encantadores, y en realidad, no solía detenerse en el aspecto exterior, sino que se dejaba llevar por otros detalles que las demás, más estructuradas y en busca de un modelo de atractivo que ajustara a lo que pretendían, no percibían.
Podían encararla ellos, o salir ella a la búsqueda de alguien que le gustara para Silvia no había problemas. Era tolerante, era resuelta, y por sobre todas las cosas, muy segura de sí misma. Incluso, jamás se mostró preocupada por la cicatriz de su operación de infancia, que le llegaba casi hasta media pierna, y que era verdaderamente notoria.
Esa naturalidad, esa seguridad de sí misma pese al cuerpo armonioso pero sin atributos que destacaran, esa forma de ser tolerante, a veces indiferente, incluso, no sorprendía tanto al resto de las chicas, como lo hará andados los años.
1972 fue un año catastrófico para varias de las chicas del grupo: Camila, Silvia y Stella habían repetido el año. Y si bien en casa de las Azar la noticia no había sido nada bien recibida, en el caso de los Isabella Valenzi no existían demasiadas presiones sobre Silvia respecto a los estudios.
En el verano siguiente, las chicas conformaron un grupo sumamente homogéneo, independientemente de que las edades de sus integrantes fueran de los 13 a los 17 años: estaban Stella y dos amigas del barrio entre las más pequeñas, dos amigos de ellas de 15, y Camila, Alicia y Silvia, de entre 16 y 17.

El fin del exilio
Para sus compañeros, Carlos era la persona indicada para todas las cosas, y él mismo no rehuía el peso de esa consideración, a tal punto que en una oportunidad llegó a infiltrarse en una reunión de la Concertación Nacional Universitaria, una agrupación claramente identificada con la derecha peronista.
Sin tener en cuenta la opinión de su hermano Luis, Carlos participó de la reunión, y estuvo cerca de ser descubierto, cuando una de las asistentes no sólo lo reconoció, sino que incluso se atrevió a saludarlo a mitad del mitín. Con el aplomo que le daba la certeza de sus convicciones, él retribuyó el saludo, y evitó que advirtieran las intenciones con las que había llegado.
Era por esos años cuando militaba en la Facultad de Derecho de la Universidad de la Plata, en la cual llegó a ocupar cargos de peso como dirigente estudiantil, que le permitirían después vincularse con la organización Montoneros.
Carlos llevaba avanzada su carrera universitaria, costeada con enorme sacrificio, pero siempre con su propio trabajo, negándose a depender de la ayuda de la madre o los hermanos, cuando llegó a su fin el exilio de Perón.
El 17 de noviembre de 1972, un avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Ezeiza, en una jornada lluviosa, y Juan Domingo Perón volvió a pisar territorio argentino tras diecisiete años de exilio. El viejo líder llegaba para demostrarle a la dictadura lanussista que estaba más allá de la imposición fijada para los candidatos presidenciales, y al mismo tiempo, para avalar los acuerdos llevados adelante por el peronismo para conformar el Frente Justicialista de Liberación Nacional, que casi un mes después, el 15 de diciembre, presentaría oficialmente su fórmula presidencial: Cámpora-Solano Lima.
La Juventud Peronista, creada a comienzos de 1972 pero aún desligada de la organización Montoneros, que por entonces seguía teniendo una estructura pequeña en torno a los sobrevivientes de su núcleo fundacional, se convirtió en vedette de la campaña electoral del peronismo.
Durante casi todo el año 1972, sus integrantes organizaron distintos mitines. Con la llegada de Perón al país, fueron los responsables de la reunión de casi 100 mil personas en torno a la residencia ocupada por el líder, en Vicente López.
Por su parte, los Montoneros también salieron de su aislamiento para volverse hacia la campaña a fines de ese año. Y será entonces cuando el viejo dirigente perciba en toda su dimensión las limitaciones de la guerrilla que hasta entonces le había sido funcional a sus intereses. Sin embargo, el divorcio tardaría aún un año y medio en llegar.
Frente a una escalada guerrillera que no se detenía y que contaba con acciones militares de cada vez mayor envergadura por parte del ERP, Montoneros, y las FAR, así como otras organizaciones menores, el 7 de febrero de 1973, Lanusse decidió prohibir el retorno definitivo de Perón al país, al menos hasta que no se produjera la asunción del gobierno que resultara electo el 11 de marzo de ese año.

Ojotas para no estar desnuda
Faltaba una semana exactamente para las elecciones presidenciales, y para que Silvia cumpliera sus 17 años, pero fiel a su carácter, no estaba preocupada por ninguno de los dos hechos ese domingo 4 de marzo de 1973 en que decidió disfrutar del sol y de la pileta del Club de los Telefónicos que cuidaban sus padres.
Era de tarde, probablemente cerca de las 18, y estaba con sus amigas Stella y Vilma, cuando llegó “el Batiplomo”, como conocían a un chico que si bien no era del grupo, era tolerado por las chicas porque las llevaba de paseo en su Fiat 600.
La recorrida llevó a los cuatro a un campo sin alambrado ni demarcaciones, en el que aprovecharon para ver la puesta de sol. Sin embargo, una voz marcial interrumpió el bucólico momento. “Quietos o disparo”, les advirtió.
Al darse vuelta, las tres chicas y el muchacho se encontraron cara a cara con una camioneta militar y un grupo de uniformados que les apuntaban con armas largas. “Nos estábamos yendo”, intentaron justificarse, y explicaron lo que era obvio: que el campo no estaba señalizado, que no había cerco perimetral, ni tampoco tranquera. Todas las excusas fueron vanas, porque estaban dentro de Batallón de Comunicaciones Nº 601, de City Bell.
Los cuatro jóvenes fueron llevados a la sede del regimiento. Antes de bajar, desesperada, Silvia le pide a Stella que le preste las ojotas. Una y otra vez, cada vez más ansiosa. Estaba en bikini y se sentía desnuda, por eso quería llevar algo más.
Las tres chicas de 13, 15 y 16 años fueron obligadas a quedarse esperando, junto al “Batiplomo”, sentadas en un banco, con todos los soldados del regimiento mirándolos a los cuatro.
Las autoridades militares se comunicaron con las familias de los demorados, aunque los hicieron aguardar casi unas cuatro horas para permitirles irse.
Vilma no podía contener el ataque de pánico, porque cuando estaba en la pileta con sus amigas, en realidad debía estar tomando clases particulares, y como si eso fuera poco iría a buscarla la madre junto a un tío y recibiría duros reproches. Silvia no se hizo mayores problemas, incluso frente al comandante del Regimiento mostró su ofuscamiento cuando el militar le explicaba a Concepción que no podía ser que ella estuviera en bikini y Stella en mini-short. “Yo estaba en mi casa tomando sol, cómo quiere que esté”, pataleó, mientras su mamá intentaba conciliar, pidiéndole que no le contestara al uniformado.
Camila fue la encargada de retirar a Stella, presentándose como responsable por su hermana menor. Llegó con una actitud seria y adulta, y tratando de siquiera mirar a sus amigas para evitar la tentación de la risa, justo en el momento preciso en que tenía que demostrar responsabilidad.
Al cabo de una larga estadía en el Batallón, Camila acompañó a Vilma, la madre y el tío en uno de los autos, como para ir suavizando el ambiente de cara a los retos posteriores, y el Batiplomo devolvió a su casa a Silvia y Stella, con la compañía de Concepción.
El responsable del regimiento argumentó que faltando una semana para las elecciones, y con el clima que se vivía en el país, se habían asustado, y no podía saber qué era lo que ocurría cuando vieron el vehículo detenido en el predio del Batallón. Las chicas se llevarían la certeza, una vez pasado el susto, de que lo único que las retuvo tantas horas ahí fue la poca ropa que llevaban puesta.





















1-Todo o Nada, María Seoane, Editorial Planeta, l997.
2-Todo o Nada, María Seoane, Editorial Planeta, l997.
3-Soldados de Perón, Richard Gillespie, Editorial Grijalbo, 1998.
4-Historia de la Argentina 1966-1976: EL GAN, Crónica – Hyspamérica, Editorial Sarmiento S.A. 1992.

Capítulo 4 - El tercer Gobierno de Perón

Capítulo 4
El tercer gobierno de Perón



Cámpora al Gobierno
Después de que se impusiera cómodamente en los comicios del 11 de marzo de 1973 la fórmula Cámpora-Solano Lima del Frente Justicialista de Liberación Nacional, el país debería transitar por un ajetreado período hasta que la asunción del nuevo presidente constitucional se concretara.
A veinticuatro horas del triunfo en los comicios, Perón planteó desde Madrid: “Al desaparecer su causa, desaparecerá la guerrilla”, en un claro mensaje a las “formaciones especiales” que había alentado hasta entonces.
Sin embargo, el pico de mayor tensión en el período de transición estuvo dado en el mes de abril, cuando todas las agrupaciones revolucionarias realizaron acciones tendientes a dejar en claro a la dictadura saliente que no estaban dispuestas a tolerar una inesperada reacción que evitara la llegada del tercer gobierno peronista al poder.
Finalmente, el viernes 25 de mayo, Héctor Cámpora tomó posesión de su cargo en una jornada de fiesta popular, donde incluso la Juventud Peronista fue la encargada de garantizar la seguridad en la Plaza de Mayo, la Plaza de los Dos Congresos, y la Avenida de Mayo, que unía a ambas.
“Se va, se van, y nunca volverán” se oía entonar a la multitud, mientras que se les impedía a los militares realizar los ritos que habían preparado para la ocasión. Y gigantescos estandartes de FAR y Montoneros decoraban la Plaza de Mayo, junto a las banderas rojinegras de la JP.
En esa misma jornada, los presos políticos alojados en la cárcel de Villa Devoto fueron liberados, mediante una amnistía que rápidamente se avendría a ratificar el Congreso. La euforia era total, pero las diferencias entre las agrupaciones peronistas y las guevaristas comenzarían a marcarse cada vez más claramente a partir de entonces. Sin embargo, no podrían socavar las ilusiones puestas en Perón por la mayoría de los argentinos, las cuales se disiparían por si solas un año más tarde cuando los aparentes éxitos económicos de los primeros doce meses de gobierno se diluyeran.
Los 49 días que Cámpora permanecerá en el Gobierno permitirán, al menos, evidenciar la compleja composición del peronismo, no sólo a través de la conformación de su gabinete, donde convivían representantes de la izquierda, del empresariado nacional, y del sindicalismo, así como de la más rancia derecha. La diversificación de las relaciones diplomáticas del nuevo gobierno con países comunistas, será otro de los datos. Claro que las promesas preelectorales de reforma agraria, nacionalización de los depósitos bancarios y del comercio exterior, o la socialización de la economía mediante la incautación estatal de empresas monopólicas no llegarían a concretarse.

Somos apolíticas
No era una fiesta propiamente dicha, sino más vale un encuentro familiar, pero los dos hechos coincidían ese 11 de marzo: Silvia cumplía los 17 años, y Cámpora lograba el triunfo electoral, con una diferencia contundente sobre el resto de los candidatos.
El clima no podía ser otro que el de algarabía en aquella familia peronista por sentimiento, más que vocación electoral, donde, además, Jorge Sánchez, el marido de Rosa, exhibía un alto grado de compromiso militante, desplegado a lo largo de la campaña preelectoral del peronismo.
Ajena totalmente a ese clima, Silvia charlaba con Camila, y comentaba lo surrealista que la escena se presentaba a sus ojos. Llegó, entonces, un momento en que ninguna de las dos pudo evitar soltar la carcajada, mientras que los demás derrochaban una bulliciosa alegría.
-¿De qué se ríen? –debe haber preguntado alguien.
-De ustedes –es probable que se haya despachado Silvia, con la cándida irreverencia que la caracterizaba, para asegurar después: -Nosotras somos apolíticas.
Los López Mateos también festejaban, y es que ellos también habían hecho lo suyo, no sólo para lograr arrancarle a la dictadura de Lanusse el compromiso de llamar a elecciones, sino para la campaña que llevó al “Tío”1 a la presidencia.
Los dos varones eran los más comprometidos y habían participado activamente en el trabajo en el barrio. Aunque en especial Carlos había alcanzado un nivel de madurez y compromiso, a sus casi 23 años, que asombraba a su propio hermano.
Luis no podía dejar de admirar la constancia del más chico, al que consideraba ya entonces “un tipo brillante en todos los aspectos, pero en especial en lo político”.2
A los ojos de su hermano, Carlos tenía algo que era imprescindible en todo aquel que quisiera un cambio en la sociedad hacia un modelo más equitativo, como el socialismo nacional que, estaba convencido, el tercer gobierno peronista traería: había cambiado él primero.
Carlos no daba el ejemplo, era ejemplo para los demás por una convicción enraizada en lo más íntimo de su ser. Su militancia tenía lugar de lunes a lunes, y quien lo necesitara podía encontrarlo para lo que fuera: colaborar con un comedor, hacer zanjas, o levantar una casa, que eran, en general, las tareas que, además, realizaban otros miembros de la Juventud Peronista por entonces.
Estudiaba, trabajaba, y ayudaba, las tres cosas por igual, dejando tiempo para militar, aunque la militancia la realizara en todas las actividades de su vida, con el convencimiento de que las teorías políticas debían multiplicarse en la práctica.
Luis ya por entonces no podía dejar de sorprenderse, y prefería, incluso, tomarse a risa las críticas de su hermano menor.
-Vos tenés un déficit ideológico –le decía Carlos, cuando Luis le dedicaba tiempo a lo que él mismo consideraba como “un poco de vagancia”.

En la legalidad
La agrupación Montoneros debía adaptarse a la legalidad en que tendría que moverse a partir de la llegada del peronismo al Gobierno, dado que ése había sido el principal motivo de su lucha, en el marco de su esquema para alcanzar un “socialismo por etapas”.
Fue entonces que se hizo necesario a la organización crear una serie de agrupaciones de masas que se adaptaran a cada una de las necesidades reinantes, y que se conocerán como “organizaciones de superficie”: La Juventud Universitaria Peronista (JUP) orientada a las universidades, la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) para el trabajo en el nivel medio de la enseñanza, la Juventud Trabajadora Peronista (JTP) una alternativa al sindicalismo ortodoxo dentro del movimiento peronista, el Movimiento de Villeros Peronistas (MVP), la Agrupación Evita, de la Rama Femenina, y el Movimiento de Inquilinos Peronistas, que en conjunto, y sumadas a la Juventud Peronista, dividida en regiones y abocada al trabajo en los barrios, conformarán lo que se conocería como la Tendencia Revolucionaria del Movimiento peronista.
Poco después se presentará la primera oportunidad de peso para que la Tendencia mida fuerzas con el otro sector fuerte del Movimiento: los sindicatos. La ocasión estará dada en el marco de la campaña presidencial de Juan Domingo Perón, el 31 de agosto de 1973. Ambos sectores desfilarán frente al palco ocupado por el viejo líder.
162 minutos demandará a las organizaciones de la izquierda peronista la recorrida, tres menos que los que requirieron las agrupaciones sindicales. La diferencia, sin embargo, radicará en que mientras los primeros decidieron su participación apenas cuarenta y ocho horas antes del acto, los segundos necesitaron un mes de organización y una inversión de 300 mil dólares.3
“Como 'movimientistas', los montoneros aún dependían de que Perón y su movimiento fueran verdaderamente revolucionarios, pues sus medios de avance político –una purga de los “burócratas” y “traidores” del Movimiento, y su rejuvenecimiento generacional, tal como lo había prometido Perón- eran pasos que ellos podían reclamar, pero no conseguir por cuenta propia”.4
Lo que para muchos, incluso dentro del Movimiento ya era visible en 1973, no terminará de quedar claro para las agrupaciones de izquierda del peronismo sino hasta un año más tarde: Perón había usado a sus “formaciones especiales” para lograr doblegar a la dictadura, posibilitar su retorno al país, y su acceso nuevamente al poder. Tras el 11 de marzo, ya no le eran funcionales, y manifestaría una y otra vez su desprecio, pero el mensaje no llegará con toda su vehemencia sino hasta el 1º de mayo de 1974.

Ezeiza
El 20 de junio de 1973 fue la fecha elegida para el retorno definitivo de Juan Domingo Perón al país, y para recibirlo, en las inmediaciones del aeropuerto internacional de Ezeiza se montó un palco donde se esperaba que el General hablara a la multitud presente.
Si bien el despliegue de seguridad había sido de proporciones, la derecha peronista monopolizó la organización en la zona de la tribuna, y allí se preparó para recibir a las agrupaciones de la Tendencia a punta de fusil.
Las columnas que marchaban tras las banderas de FAR y de Montoneros fueron atacadas con armas de fuego cuando se acercaban al palco, y la jornada terminó con un saldo sangriento: aunque nunca se conocieron los datos finales, se mencionó la muerte de 25 personas, mientras que se dijo que más de 400 recibieron heridas de distinta consideración.
Carlos, como uno de los responsables de la Columna de la Juventud Peronista de La Plata, estaba entre los pocos que llevaban armas cortas consigo, haciéndose eco de la premisa de los propios organizadores de la participación de la Tendencia en la histórica jornada.
Luis, que lo acompañaba, fue el primero en percibir que, desde su puesto, uno de los francotiradores que formaban parte del “comité de recepción” de la fracción más reaccionaria del peronismo les apuntaba. No lo dudó: tomó a su hermano de la cabeza y lo arrojó al suelo.
La reacción de Carlos no se hizo esperar tampoco, y lanzó una ráfaga de insultos, porque cubriéndolo con su cuerpo como estaba, Luis no le permitía sacar el arma y defenderse. Sin embargo, así permanecerían hasta terminado el primer tiroteo.
El mayor de los López Mateos había visto a otro de los militantes presentes caer al suelo tras recibir un impacto de bala en la pierna, y no vaciló en proteger a su hermano. Después habría tiempo de reflexionar y darse cuenta que no había tenido la reacción propia de un “compañero”, y sí la de un padre.
Lo cierto es que él, inconscientemente, no podía dejar de ver a su hermano menor, aunque la diferencia fuera de apenas cuatro años, como un chico.
Luis había sido prácticamente el encargado de criar a ese hermano, que era entonces para él una confusa mezcla de hijo y compañero de militancia, y del que pese a ser el menor de los dos, constantemente le estaba dejando enseñanzas que le quedarían luego grabadas toda la vida.
Carlos era pura convicción, un despliegue de férrea voluntad para defender sus valores, pero al mismo tiempo, un ser de un amor inconmensurable. Una combinación de muchos pequeños detalles que hacía que su madre y sus hermanos lo tuvieran como el mimado de la familia.
En el verdadero “campo de batalla” en que se habían transformado los bosques de Ezeiza próximos al palco oficial, la semilla de muchas reflexiones que haría después comenzó a germinar dentro de Luis.
En lo demás, la jornada fue un desastre absoluto, y quedó a una distancia abismal de la fiesta que el peronismo en pleno pensaba concretar, para recibir a su líder exiliado que volvía al país tras casi dos décadas de ausencia.
Finalmente, el avión en que Perón retornaba fue desviado a raíz de los incidentes, y al atardecer aterrizó en la base aérea militar de Morón. Cerca de un millón de personas que habían ido a recibir al líder tras su largo exilio, fueron parte de la desbandada.
El presidente Cámpora, que ya había recibido una dura reprimenda en Madrid, cuando fue a buscar a Perón para acompañarlo en el viaje de retorno, por “haberse dejado influenciar por elementos de izquierda”, transitaría en lo sucesivo un deslucido Gobierno. Ya en Argentina, Perón comenzó a recibir en su casa de la calle Gaspar Campos a representantes de distintos sectores, empresariales, políticos, e incluso militares, casi como si fuera él quien gobernaba el país.

Perón-Perón
La renuncia de Héctor Cámpora el 13 de julio de 1973 conmovió al país entero, pese, incluso, a que durante la campaña electoral previa a su triunfo se agitaba el lema: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, así como también a que durante toda su corta presidencia se habían oído rumores anticipando la dimisión. Nadie esperaba que fuera tan pronto.
Solano Lima también presentó su renuncia, y el presidente provisional del Senado fue enviado en una curiosa y nunca aclarada misión a Europa, dejando así al presidente de la Cámara de Diputados, Raúl Lastiri, yerno del ministro de Bienestar Social, José López Rega, como titular del Ejecutivo Nacional en forma transitoria.
Lastiri introdujo dos cambios en el gabinete ministerial, sin afectarlo grandemente, y lanzó la convocatoria a elecciones.
En el interregno hasta los comicios, las agrupaciones de la Tendencia realizaron algunos actos públicos, mientras que el guevarista ERP protagonizó una escalada con el intento de copamiento del Comando de la Sanidad, que finalmente desembocó en la detención de sus autores, rodeados por efectivos policiales y del Ejército.
Perón anunció que su compañera de fórmula sería su esposa María Estela Martínez, conocida como “Isabelita”, y la campaña electoral siguió adelante sin actos proselitistas debido, en parte, a que nadie dudaba del triunfo de Perón, y a que, además, con excepción del radicalismo, los partidos de oposición se habían retirado de la contienda anticipadamente.
El 23 de septiembre, la fórmula Perón-Perón se llevó el 62 por ciento de los votos, abriendo paso a un nuevo período de tensión.
Una jornada más tarde, la jefatura de la Policía Federal era asumida por el general retirado Miguel Ángel Iñiguez, y se declaraba la ilegalidad del ERP. Dos días después, veintitrés impactos de bala terminarían con la vida de José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, sin que ninguna agrupación se atribuyera el hecho.
La izquierda peronista seguía confiando en el viejo líder de 78 años, que el 12 de octubre asumiría la presidencia, solicitando colaboración a todos los sectores, abogando por la paz y la tranquilidad para llevar adelante las medidas que el país necesitaba. El discurso lo dio amparado en una caja de vidrio blindado.

La legión
Después de haber repetido el año anterior, Silvia eligió recursar su tercer año en la Escuela Media Nº 2, más conocida como “la Legión”, de 12 y 60. Stella Azar, también cursaría ahí, por segunda vez, su primer año de secundaria.
Ese año marcaría para las dos un estrechamiento de los lazos de amistad, y Camila y otras amigas quedarían un poco más relegadas, aunque para Silvia, su grupo era fundamental, y no podía prescindir de las amigas y los amigos que integraban “la barra”, a quienes consideraba un valioso tesoro.
Ese año de 1973, fue también en el que Silvia se puso de novia con Carlos López, un marplatense que había ido a La Plata a estudiar, y que tenía pareja en su ciudad. Y fue también el año que le permitió a Stella descubrir en su amiga a una persona que la escuchaba y la entendía plenamente, sin hacer distinción de los tres años de diferencia que las separaban en la edad.
Sin embargo, en el transcurso de los meses las dos cosas cambiarían: por un lado, el marplatense, que desde el primer momento había dejado en claro no sólo su situación, sino que, además, la relación con Silvia sería por ese año únicamente, porque al volver al siguiente le tocaba noviar con Stella, se fue al terminar las clases.
La despedida fue todo lo sobria que podía serlo en esas circunstancias, más cuando la pareja la vivió no como el final de una relación, sino como la finalización de un acuerdo previo. Claro que en la soledad de la pareja perdida, Silvia lloraría profundamente.
Con Stella también fue dándose un distanciamiento, aunque en forma más paulatina. Y en ese caso, lo que jugaría el papel central para alejar a las chicas sería la definición política que cada una fuera adquiriendo de a poco, y sin llegar –al menos por entonces- a un importante grado de compromiso. Silvia, que había recogido esa inclinación en el seno de su familia durante toda la vida, y también a través de su hermana y su cuñado, e incluso en el clima propio del barrio, se orientaría hacia el peronismo. Stella, en cambio, “más zurdosa”, según su propia definición y en un todo en desacuerdo con Perón, elegiría la senda del “guevarismo”.
El hecho de que los padres no la presionaran para que continuara sus estudios, como tampoco para que trabajara, propició que Silvia finalmente abandonara la escuela ese año.
En realidad, para ella, como para las demás chicas de la barra, poco era lo necesario para ser felices: algún que otro vaquero, alguna remera como para salir, y cigarrillos. A sus 17 años, Silvia era quizá la más malcriada del grupo, pero lo máximo que pedía era que Concepción, su madre, le comprara la ropa en la tienda La Lucila.
En general, los tiempos eran simples para las chicas, y la vida no les pedía demasiados compromisos, más allá de divertirse y pasarla bien en grupo. Quizá fuera por eso que, como otros, pero él principalmente, Carlos Alberto López Mateos fuera visto como una especie de “tipo raro”.
No lo entendían, les parecía un aburrido, y no comprendían como podía sostener tan férreamente su compromiso militante. Para Silvia, que se reía sin vergüenza de sus propias “barbaridades”, producto de su inocencia, muchas veces y de la mezcolanza del castellano italianizado de sus padres, por el otro, decididamente, Carlos López Mateos era demasiado serio.
Además de sus múltiples actividades en el barrio y en la unidad básica de Sarmiento y Camino General Belgrano, Carlos se había integrado a la Juventud Universitaria Peronista en la Facultad de Derecho donde estudiada, y rápidamente se había convertido en dirigente.
“Antes de desarrollar cuadros con la base en las organizaciones de masas, los Montoneros se mostraban muy selectivos respecto a quienes debían incorporar y a quiénes les servirían solamente para las movilizaciones y las campañas electorales. Sólo los jóvenes peronistas visiblemente capaces eran escogidos para el adiestramiento especializado político y militar que se les daba a fin de prepararlos para su incorporación a Montoneros. Ello significaba que las grandes multitudes que éstos solían movilizar a través de sus organizaciones de masas no podían equipararse con el apoyo numérico para un proyecto político revolucionario”5.
Carlos López Mateos se incorporó a la organización Montoneros, pero siguió siendo en el barrio la cara visible de la Juventud Peronista, una agrupación que si bien era “de superficie” de la agrupación revolucionaria que había enterrado las armas con el triunfo camporista del 11 de marzo 1973, tenía una trayectoria de acción independiente en la resistencia del peronismo.

La Triple A
Si bien con el tiempo muchos estimarán que tuvo su bautismo de fuego en Ezeiza, durante el retorno de Perón, y otros ubicarán como su primera acción el ataque con una bomba al senador radical Hipólito Solari Irigoyen en 21 de noviembre 1973, lo cierto es que la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina, que no se llamaría así sino hasta 1974) había comenzado a gestarse con la llegada de José López Rega al ministerio de Bienestar Social.
El ex cabo de la Policía Federal, que por decreto fue reincorporado a esa fuerza, ascendiendo a comisario general, en un salto de quince graduaciones, utilizó la cartera a su cargo para montar la base de su accionar. El visto bueno, o cuanto menos la indiferencia de la policía conducida por Alberto Villar harían el resto.
El “trabajo” de la Triple A consistía en ataques en forma anónima, aunque claramente atribuibles a la organización, no sólo contra miembros de la izquierda peronista, o las expresiones de superficie de Montoneros. Políticos de todos los partidos, abogados, medios de prensa, e incluso refugiados políticos de los países vecinos formarían apenas una pequeña parte de la larga lista de “blancos” de la agrupación de derecha tolerada por el gobierno de Juan Domingo Perón, y tras su muerte, el de su esposa.
Asesinatos, violaciones, cuerpos dinamitados, y bombas en distintos edificios en una clara señal intimidatoria conformarían parte de las características de la acción de la Triple A.
Andados los meses, entre finales de 1974, y su desarticulación poco antes del golpe militar de 1976, cuando López Rega sea obligado a abandonar el país, la agrupación de derecha será la principal actora en una espiral de violencia indiscriminada que llegará a causar más muertes y daños que las propias organizaciones revolucionarias: el ERP y Montoneros. En su escalada, además, abrirá paso a una modalidad que después será aplicada por los militares: el asesinato de miembros de la familia de un “enemigo”, como una forma indirecta de infligirle un golpe.
Montoneros recopiló información sobre la organización de extrema derecha y conformó con ella un expediente detallado que remitió a los principales referentes de los distintos partidos políticos a mediados de 1975.
Ninguno se hizo eco del minucioso trabajo de recopilación, que sirvió, sin embargo, para que los militares presionaran exigiendo la salida de López Rega del gobierno, en el que para entonces era una figura de ostensible peso, como asesor directo de la viuda de Perón. En el mes de julio de 1975, el ex ministro de Bienestar Social subió a un avión y marchó al exilio.

Desenmascarar al viejo
Durante el gobierno de Cámpora, Perón ya había impulsado el Pacto Social, una medida que si bien no agradó a los sectores de izquierda del partido, fue tolerada con sumisión. Se trataba de un acuerdo entre la Confederación General del Trabajo, máxima expresión obrera, y Confederación General Económica, que nucleaba al empresariado nacional, y por el que el gobierno prometía a la clase trabajadora un aumento de su participación en la renta nacional y el control de precios, a cambio de dejar en suspenso por dos años los derechos de libre negociación colectiva.
Eran tiempos difíciles en materia económica, y la realidad del tercer Gobierno peronista distaba mucho de la que había encontrado el General al asumir su primera presidencia en 1946. Los créditos que la industria nacional necesitaba tendrían que salir de la emisión de moneda más importante de la historia; que sumaría dos veces y media más que la de cien años anteriores junta, según señalará un artículo del diario La Prensa, de septiembre de 1974.
La imagen de un Perón que había llegado para implantar el socialismo nacional comenzaba a resquebrajarse ante los Montoneros, que poco después de la asunción del general como presidente de la Nación en octubre de 1973 se preguntaban: “Y esto, ¿qué es?” en las páginas de la revista El Descamisado.
Se trataba de un documento de la jefatura peronista que constituía una virtual declaración de guerra “contra los grupos marxistas y terroristas infiltrados en el Movimiento”. Y pese a la fingida incredulidad de los miembros de la Tendencia, no podía pasarse por alto que fue el propio Perón que había estampado su firma al pie del documento, y quien, además, lo había anunciado públicamente.
Pero será el Ejército Revolucionario del Pueblo el que haga enfurecer a Perón y mostrar claramente cuál era el proyecto que tenía previsto para con las organizaciones revolucionarias que le habían sido funcionales durante su exilio para golpear a la dictadura de Onganía, Levingston y Lanusse.
Perón impulsó una reforma en el Código Penal, considerablemente regresiva, que los diputados debatirían largamente en el Congreso a mediados de enero de 1974, con una oposición mucho más marcada de los ocho representantes de la Tendencia en las bancas.
Dispuesto a demostrar “quién era Perón”, Mario Roberto Santucho, líder del ERP, decidió llevar adelante una operación militar contra el Regimiento X Húsares de Pueyrredón, en Azul, la guarnición militar más poderosa del país. Y si bien resultó en un fracaso estrepitoso, enardeció al presidente, que un día más tarde, el 20 de enero, vestido con su uniforme de general del Ejército, juró ante las cámaras de televisión que todo el peso de la ley caería sobre los “delincuentes”.
El hecho le dio a Perón la excusa perfecta para deshacerse del gobernador bonaerense, Oscar Bidegain, ligado a la Tendencia, quien fue reemplazado por Victorio Calabró.
Cuatro días más tarde, el 24, los ocho diputados de la Tendencia presentaron la renuncia a sus bancas, cumpliendo así su palabra, luego de anunciar que antes de aprobar la propuesta del general para el Código Penal preferían dimitir. De entre sus reemplazantes, de acuerdo al orden de la lista eleccionaria, sólo dos se contarían como ligados a la izquierda peronista.

Esos imberbes que gritan
Aunque en público intentaban disimular su cada vez más fuerte desencanto con Perón, presentándolo como un revolucionario y antiimperialista, para fines de enero de 1974, y tras la renuncia de los ocho diputados de la tendencia, los Montoneros, no podían evitar las fricciones.
El último día de ese mes boicotearon con su ausencia una reunión del presidente en la Quinta de Olivos porque en ella se darían cita las organizaciones juveniles ultraderechistas del peronismo: la Concertación Nacional Universitaria (CNU) y el Comando de Organización (CdeO).
Poco después, al cumplirse el primer aniversario del triunfo de 1973, en un acto en el colmado estadio de Atlanta, Mario Firmenich, uno de los líderes montoneros señaló en su discurso que el proceso de liberación nacional había sido tergiversado y traicionado por los traidores al Movimiento, y en especial los referentes del sindicalismo. Y destacó que para las organizaciones de superficie era necesario prestar más atención a las tareas organizativas.
Las tensiones existían y cada día que pasaba se hacían más inocultables, por eso, cuando se definió la política a seguir de cara a la celebración del Día del Trabajador el 1º de Mayo, muchas de las agrupaciones de la izquierda peronista en La Plata plantearon que sería mejor no asistir. El grueso de la Tendencia, con 60 mil personas de un total de 100 mil que coparon la Plaza de Mayo, se dio cita.
Pese a que no era la premisa de los organizadores, la Juventud Peronista y Montoneros lograron hacer visibles sus banderas, las cuales sorprendieron a Perón al salir al balcón. Tampoco los referentes de la Tendencia se conformaron con gritar: “Perón, Perón”, y “Argentina, Argentina”, como estaba previsto.
“No queremos carnaval, Asamblea Popular” gritaron, cuando Isabel Perón coronó a la Reina del Trabajo. Seguido de: “Si Evita viviera, sería montonera”. El clima se caldeaba, pero la tensión no llegaría al punto máximo sino hasta que de la multitud surgiera la pregunta: “Qué pasa, qué pasa general que está lleno de gorilas el Gobierno Popular”.
Perón elogió al “sindicalismo argentino” durante cincuenta segundos, y aludió luego a “algunos imberbes que pretenden tener más méritos que los que lucharon durante veinte años”.
La diatriba continuó, aunque ya los representantes de la Tendencia se habían retirado, dejando vacíos dos tercios de la Plaza de Mayo. El viejo líder acusó de infiltrados y de mercenarios al servicio del dinero extranjero, e invocó la necesidad de una guerra interna “si los malvados no cejan”.

Perón ha muerto
Perón revelaba quién era abiertamente, no sólo a los integrantes de la Tendencia, sino a los del Movimiento y quienes habían acompañado con simpatía su llegada al Gobierno por tercera vez.
Una semana después de su pelea con las facciones de izquierda del peronismo en la Plaza de Mayo, el general recibió en la base aérea de Morón a otro militar: Augusto Pinochet, quien apenas ochos meses antes había derrocado al socialista Salvador Allende de la presidencia de Chile, bañando en sangre a ese país.
Los Montoneros fueron aumentando sus críticas hacia Perón, progresivamente, y perdiendo la ingenuidad respecto a la línea de acción del Gobierno, e incluso mencionaron la posibilidad de un “retorno a la resistencia” ante un “ataque del imperialismo”.
Sin embargo, la muerte de Perón el 1 de julio de 1974, y más aún su última presentación de importancia el 12 de junio, en la que denunció un complot imperialista. Sería la base para que uno de los principales referentes de Montoneros, Roberto Quieto, asegurara en un discurso en La Plata que el ya extinto líder “estaba teniendo en cuenta en gran medida las orientaciones y las críticas que nosotros le formulábamos”.

Una reunión política
Camila y Silvia volvieron a encontrarse, y la amistad tan fuerte que las unía sumó un ingrediente más: la política. Aunque claro, de las dos, la primera era la que ya había asumido un grado de interés mayor.
El detonante había sido su amistad con una compañera de estudios, casi diez años mayor, que cursaba como ella en el Normal Nº 3 durante el año anterior. Camila quedó obnubilada por el nivel de militancia de la joven, y comenzó a involucrarse también, participando activamente en una campaña organizada por las Unión de Estudiantes Secundarios (UES), que le valió una distinción en el Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata el 15 de septiembre de 1973.
Tiempo más tarde, en 1975, invitó a Silvia a que transformara su -hasta entonces- simpatía por el peronismo en un compromiso mayor, y juntas participaron de una de las tantas charlas que Carlos López Mateos encabezaba, y en algunos casos, como aquella, organizaba.
La presencia de las chicas en el asado sorprendió al propio Carlos, que las conocía a ambas del barrio, y que hasta es probable ya se hubiera fijado en Silvia. Y el hecho de que le haya participado de inmediato a su madre ese dato, podría contribuir a afirmarlo.
Y es posible que Silvia también haya quedado prendada de ese muchacho al que nadie quería contradecir en la reunión, porque después de escucharlo, todos se aseguraban en un todo de acuerdo con lo que decía.
De Nelly Mateos de López, la noticia de la participación de Silvia y Camila en la reunión pasó a Rosa Isabella Valenzi, que era por entonces la peluquera del barrio, y la atendía en su local, puntualmente todos los sábados.
Ya entonces, Silvia vivía con sus padres en la calle 25, entre 12 y 13, de City Bell. Habían dejado el Club del Sindicato de Telefónicos. En la mudanza, también, Alberto Isabella Valenzi, cambió, aunque sin dejar de ser ese hombre parco en el círculo íntimo, de un metro setenta y cinco de estatura, que sólo se dejaba llevar por la alegría y la jovialidad manifiesta en sus ojos verdes en las reuniones familiares. Para él, la posibilidad de que Silvia se encontrase con las amigas y los amigos de la barra, de los que ya estaba más distanciada por una cuestión geográfica, se hizo más tolerable.
Stella fue una de las que pudo comprobarlo en las ocasiones en las que ambas seguían la telenovela de Claudio García Satur y Soledad Silveyra, o los días de invierno en que tejían juntas, y Silvia realizaba complejas maniobras, zurda como era, para ir sacando cada punto.
Carlos estaba más comprometido que nunca en la actividad política. Era el encargado de coordinar las juntas de delegados barriales que reunían a militantes de Gorina y de distintos puntos de City Bell, que conformaban, además, el círculo más estrecho con el que trabajaba.
Sin embargo, se encontraba con lo que para él era una dificultad, aunque muchos otros dirigentes pudieran haberlo apreciado: lo que decía era casi como una verdad incuestionable, y eso lo irritaba sobremanera.
-¿Por qué está todo bien, porque lo dije yo? Si yo me equivoco, perdemos todos... –insistía, y entonces volvía a pedirles a los que asistían al encuentro que dieran su opinión, y que tomaran distancia de lo que él mismo había dicho.
Carlos se empecinaba en formar personas capaces de tomar sus propias decisiones, de elegir, de criticar, de rebatir sus posturas.
Su hermano Luis veía en ese trabajo con la gente, que ya entonces venía de larga data, una de las claves en la formación de un dirigente. Consideraba imprescindible que “mamara”, decía, “el amor por la gente, por el barrio, que el poder se construya desde abajo”.
“Un dirigente sin el respaldo de la gente, al pasarlo a una estructura militar, cambia. No se ganó trabajando el poder que alcanzó, sino tirando tiros, y por eso después va a ser más fácil quebrarlo. Sólo va a cambiar de patrón para pasarse al enemigo, cuando vea que el poder lo detenta otro”, dirá Luis, años más tarde, analizando no sólo lo ocurrido en líneas generales, sino puntualmente con la que se conoció como “la traición de Quieto”.
Esas mismas reflexiones formarán parte de las críticas que en un documento firmado por Carlos, como responsable de prensa de la Columna de La Plata, reciba la Conducción Nacional.
















1-“El Tío”, era el apodo con el que se conocía popularmente a Héctor J. Cámpora.
2-Una opinión que se sostendrá a lo largo de los años, incluso después de haber compartido la convivencia, andado el tiempo, con miembros de la conducción nacional de la organización Montoneros.
3-Soldados de Perón, Richard Gillespie, Editorial Grijalbo, 1998.
4-Soldados de Perón, Richard Gillespie, Editorial Grijalbo, 1998.5-Soldados de Perón, Richard Gillespie, Editorial Grijalbo, 1998.