El 2 de abril de 1977, una joven secuestrada por la dictadura militar argentina, que menos de un mes antes había cumplido 21 años, tuvo una hija en el Hospital de Quilmes. La joven fue asesinada algo más de una veintena de días después. Su hija nunca fue encontrada. Sin embargo, la historia estuvo rodeada de un manto de ocultamiento e intriga.

Ayudemos a identificarlos...

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lunes, 22 de junio de 2009

Capítulo 1 - Llegó Rosita


Menos tu vientre, todo es confuso.
Menos tu vientre, todo es futuro fugaz,
pasado baldío, turbio.
Menos tu vientre, todo es oculto.
Menos tu vientre, todo inseguro,
todo postrero, polvo sin mundo.
Menos tu vientre, todo es oscuro.
Menos tu vientre claro y profundo.

Miguel Hernández


Capítulo 1

Llegó Rosita




Era un día común, uno más. La hoja arrancada del almanaque esa mañana indicaba que era 1º de abril de 1977. El otoño había comenzado pocos días antes, pero ya era perceptible en las primeras hojas ocres que se iban enredando en los pasos de los transeúntes de la calle Allison Bell.
Esa misma vereda había transitado Justo Horacio Blanco para ir a tomar su guardia en el Hospital Isidoro Iriarte en Quilmes, donde permanecería hasta la mañana siguiente.
La jornada había sido casi más tranquila que otras para el médico, que al atardecer, y después de haber corroborado cómo se encontraban las parturientas y los recién nacidos todavía internados, respiró hondo.
La vida bullía en la Maternidad, la vida se respiraba en el aire, y el aire tenía un sabor puro, incontaminado, pese a que a tan corta distancia, apenas cien metros calle abajo, la muerte exhalara su aliento.
Nadie hablaba abiertamente, pero la calle cerrada, los constantes movimientos de autos, civiles en su mayoría; identificables como de las fuerzas de seguridad, los menos; movían a una sospecha casi certera.
De noche las luces bañaban de pronto la calle y se iban como llegaban, e incluso en ocasiones, con el viento favorable hacia el sur, en medio del silencio espeso y compacto del verano, se escuchaban canciones entrecortadas, ritmos alegres, melodías circenses.
Ese atardecer era como cualquier otro, una guardia en la que la tarea era para Blanco colaborar en la llegada de la vida, y no pensar en la muerte a la que no dejaba de ver por el rabillo del ojo, en los escasos momentos de distensión autoimpuesta.
De esa misma rutina, del otoño que avanzaba, de la inusitada tranquilidad de la jornada debe haber hablado Justo Horacio Blanco con la partera Norma Brola, que lo acompañaba en la guardia de ese día, para así llenar el espacio vacante que las horas iban acumulando.
Puede ser que poco antes haya mirado el reloj en su muñeca, para tener después la certeza de que eran las 23 cuando llegó una comisión policial, con agentes uniformados que seguían a un elegante hombre de bigotes. Con ellos venía una embarazada de cara blanca y descompuesta, donde no sólo podía adivinarse el alumbramiento inminente, sino también, y por sobre todas las cosas, un miedo difícil de conmensurar.
Blanco conocía al otro. Podía ser que lo hubiera cruzado en la ciudad, porque ambos vivían allí. Podía ser que supiera de él porque ambos eran médicos, e incluso compartían la misma especialidad. Podía ser que los médicos fueran tan pocos, entonces, que en Quilmes todos se conocieran. Podía ser, también, que mientras el silencio flotaba en la superficie para guardar las apariencias en tiempos en que reinaba la paz de los cementerios, impuesta por la dictadura militar desde el 24 de marzo de 1976, por debajo los rumores no lograran acallarse ni aún por el temor sembrado a granel. Y si era así, entonces, Blanco sabía que el otro era Jorge Antonio Bergéz, médico de la policía, y responsable de la salud de las embarazadas en los centros de detención clandestinos de la dictadura. ¿O de eso se enteraría andados los años, cuando con la llegada de la democracia se conocieran al detalle las atrocidades?
Sabiendo lo que supiera por entonces, esa noche del 1º de abril de 1977, alrededor de las 23, Blanco se enteró de que la detenida que traían debía tener familia en la Maternidad por esa noche a su cargo, porque estaba ya en labor de parto. Una custodia policial se encargaría de vigilarla para que el profesional estuviera tranquilo, y los detalles de filiación y otros particulares y minucias se arreglarían después, en vista de la hora avanzada, de que era viernes, y de esas cosas que usted ya sabe y las que no vale la pena entrar en detalles.
Como había venido, dando media vuelta, y sin dejar nunca de lado sus finos modales, el médico policial se retiró. Los uniformados esperaron las indicaciones de Blanco, sosteniendo por los brazos a la embarazada, que llevaba esposas colocadas en sus muñecas.
El clima cambió, el aire se enrareció, se puso espeso de pronto. El médico y la partera de guardia sintieron una suave agitación, una leve aceleración de los latidos, y la mirada persistente, casi penetrante de los uniformados que, estáticos, los miraban. En un instante que se eternizó infinitamente, Blanco tomó la decisión y pidió que llevaran a la detenida a la sala de guardia. Tenía una dilatación de siete u ocho centímetros, según corroboró.
Los minutos pasaban lentos, como una gota que cae metódica pero espaciadamente de una canilla mal cerrada. Contaban las contracciones, cada vez más fuertes, cada vez más cerca cada una de la anterior. Entonces, la chica fue trasladada a la sala de partos
Los policías quisieron entrar también, y Blanco tuvo que explicarles que por sus características, ese lugar no admitía el ingreso de personas ajenas al servicio. Era necesario preservar la asepsia del espacio. Los otros comprendieron, sin llegar a comprender, y aceptaron. De cualquier manera, la mujer no iba a irse a ningún lado, débil como estaba, embrazada como estaba, y estando en el segundo piso del edificio, para más datos.
Médico y partera aprontan los elementos necesarios. Recogen algunos datos de la paciente y los vuelcan en una historia clínica: Se llama Silvia Mabel Isabella Valenzi... tiene 20, no 21 años, le cuesta creerlo a ella misma, porque los cumplió estando secuestrada, poco días antes. Y sí, la torturaron, pero eso mejor no asentarlo. ¿Controles durante el embarazo? No, ningún control, si cuando la detuvieron estaba entrando en el cuarto mes de gestación. Entonces el parto es prematuro. Y por las condiciones físicas de la madre, podría ser que haya alguna complicación. Mejor no hablar tan fuerte, a ver si todavía afuera los policías escuchan.
-¿Cada cuánto son las contracciones, Norma? ¿Y la dilatación?... Bueno, mami, parece que el bebé ya viene...
Brola le explicó cómo tenía que respirar, la mejor posición, y la manera correcta de hacer los pujes. No podía ser difícil, porque la criatura no debía ser muy grande, pero...
Un grito interrumpe... ya está, ya sale... viene de cola... la chica, la paciente, no entiende, no escucha... duele, duele mucho, pero no tanto como la tortura... es otro dolor, pero es menos doloroso. Es más dulce, es una sensación que se confunde con otra... Y va saliendo... las manos del médico acomodan el cuerpito frágil, diminuto... la madre se agita, sopla, se le confunden los pujes y las respiraciones profundas, pierde el ritmo y lo recupera... ¡ya está!... Mirá que chiquita que es, es una nena.
Lo pensó tantas veces, tantas veces, y al final nunca se decidía. Tenía nombres de varón y nombres de nena... había empezado a escogerlos con Carlos, alguna noche, hablando con las luces apagadas, tomados de la mano. Después en la celda los repasó, descartó algunos, imaginó otros que no había contemplado antes... ¡Rosa!... Rosita, para cuando fuera chiquita, cuando la tuviera que retar sin convencerse del todo de que había que estar enojada... cuando pudiera criarla, si es que alguna vez terminaba el infierno para ella.
Rosita. Rosa, como la tía... “Rosa”, pensó. “Llegó Rosita”, pero no lo dijo.
-¿Va a estar bien? –fue lo primero que quiso saber. Nada más importaba en ese momento y en el mundo, que la recién nacida.
Blanco le explicó que había que ponerla en la incubadora, que la iban a derivar a Neonatología porque la chiquita tenía muy bajo peso, apenas un kilo y novecientos gramos, respiraba con algunas dificultades. El no podía decirlo, porque no era experto en pediatría, pero sí, seguramente que se iba a poner bien. La ciencia médica había avanzado mucho.
Entonces, otra vez a pujar, esta vez para expulsar la placenta. Y después a completar el libro de partos, página 156. ¿A qué hora fue?: 3.15 de la madrugada del 2 de abril de 1977, apellido: Isabella Valenzi.
La bebé pasó a las enfermeras de Neonatología, un servicio que no contaba con médicos durante las veinticuatro horas del día. La mamá fue llevada a la sala de puerperio, una habitación con tres camas, para reponerse de los dolores, el agotamiento del alumbramiento y las contracciones que seguían; espasmos más leves ya, de un útero que empezaba a volver a su posición.
Blanco ya no podrá dormir por esa noche, aunque fuera en lo sucesivo la más tranquila de su vida profesional. Se había secado las sienes sudadas una y mil veces, y parecía que no podía contener la agitación interior.
Entonces era como si la canilla que antes goteaba, en lugar de cerrarse, hubiera sido abierta hasta el tope. Los minutos se deslizaban vertiginosos, o era la sensación que le dejaban los nervios. Y para colmo, los policías, como fieles granaderos en su puesto, seguían apostados junto a la puerta de la sala de puerperios.
Como si algo le faltara a la noche llegaron dos partos casi juntos, a las 5.30 y las 5.40.
Desde la ventana los pudo ver, poco después de eso, ¿a qué hora? ¿serían ya las 6.30?... Los mismos policías que habían estado de custodia en la Maternidad y los otros que habían llegado minutos antes hasta la habitación, llevaban a la chica de los brazos, otra vez esposada y casi a rastras, sin tocar el suelo apenas con la punta de los pies. Y con indiferencia, quizá con desprecio, ignorantes de los dolores que la aquejaban o sádicamente gozando de eso, la arrojaban en la parte trasera de una camioneta sin identificación y con la cúpula cubierta.
Habían entrado como dueños de casa, sin preguntar ni notificar, deslizándose hasta la habitación con alevosía, sin escabullirse ni disimular, para salir otra vez con la joven. No. Realmente Blanco no podía dar crédito a la experiencia de esa noche que todavía no terminaba. ¿Qué podía depararle? ¿Qué tendrían para él los días siguientes, después de ser testigo de un hecho semejante? Y qué le quedaba, ¿volver a la casa y contarlo?, pero había que ser muy cuidadoso, porque no era cuestión de ventilarlo por ahí. Bueno, el que no podía dejar de saberlo era Oscar García, el jefe del Servicio de Obstetricia. A él sí había que decirle con lujo de detalles, dentro de lo posible, de lo que retuviera, porque le parecía que la pesadilla podía esfumarse cuando el cansancio le doblegara la resistencia y se le cayeran los párpados. ¿Podría volverlos a abrir y despertar de un sueño macabro? ¿No había parpadeado ya mil y una veces, y nada?.
No, esa camioneta que arrancaba en la calle y se perdía en quién sabe qué laberintos de la represión y la muerte, esa chica que apenas había cumplido la mayoría de edad unos cuantos días antes, esa bebé que él había ayudado a nacer, que tuvo en sus brazos, esos rostros insondables y sombríos de los policías de la custodia... todo eso no podía ser un mal sueño. Aunque hasta que las cosas no cambiaran, de esa manera tuviera que vivirlo.1



























1-Basado en una entrevista con Justo Horacio Blanco, las declaraciones del médico en el juicio por la Verdad, el Juicio a las Juntas, ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, (CONADEP) y en el juicio contra Jorge Antonio Bergés, de Lomas de Zamora.
Por su intensa colaboración para esclarecer el caso del parto de Silvia M. Isabella Valenzi, el 24 de febrero de 1987 fue detonada una bomba en la casa del doctor Blanco, que no tuvo como saldo ni muertes ni miembros de su familia heridos.

1 comentario:

  1. hola quisiera contactarme con alguien de la familia valenzi ya q trato yo de esclarecer mi apropiacion y encuentro datos que podrian ser coincidentes
    adrianapp76@gmail.com gracias

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