El 2 de abril de 1977, una joven secuestrada por la dictadura militar argentina, que menos de un mes antes había cumplido 21 años, tuvo una hija en el Hospital de Quilmes. La joven fue asesinada algo más de una veintena de días después. Su hija nunca fue encontrada. Sin embargo, la historia estuvo rodeada de un manto de ocultamiento e intriga.

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lunes, 22 de junio de 2009

Capítulo 6 - La reaparición de la desaparecida

Uno no siempre hace lo que quiere
pero tiene el derecho de no hacerlo que no quiere

Mario Benedetti, Hombre preso que mira a su hijo
Capítulo 6
La reaparición de la desaparecida
Quebrando el silencio de la noche
A las 3 de la mañana del 26 de enero de 1977 sonaron unos golpes en la puerta de la casa del matrimonio Lefteroff, con la misma suavidad con que su hija “Cris”, como llamaban a María Cristina, solía efectuarlos.
María Kubik Markoff y su esposo Jorge Lefteroff, que acababan de acostarse, fueron hasta la puerta, temerosos pero ilusionados, pese a los acontecimientos de la mañana. Sin embargo, al abrir se encontraron con un cuadro muy diferente del que esperaban: catorce hombres, fuertemente armados y apuntándoles, los metieron a empujones en el interior de la casa.
Un grupo llegó rápido a la habitación de la menor de las dos hijas del matrimonio, María Alejandra, la despertaron a empujones, rasgaron las sábanas de su cama y la vendaron. Hicieron lo mismo con la señora Kubik Markoff, y una vez que tenía sus ojos cubiertos, la encerraron en el baño.
El que parecía el líder del grupo dijo que tenían que llevarla detenida, por una orden emanada del Regimiento 2 de La Plata, y luego comenzaron un breve interrogatorio para establecer si habían informado de lo ocurrido, es decir, la detención de María Cristina horas antes.
“Ustedes me rompieron los teléfonos, ¿cómo podía hablar con alguien?”, respondió la mujer. Aunque ante la insistencia de su interrogador, añadió que una sobrina salió a buscar un teléfono en alguna casa de la cuadra para comunicarse con su esposo, que estaba trabajando en la localidad de Rojas.
Kubik Markoff intentó ocultar la otra llamada, la que habían recibido luego de que su esposo, recién llegado, reparara el teléfono. La comunicación con “el paraguayo”, al que le habían dicho que Cris había sido detenida.
No conformes, los captores quisieron confirmar que nadie más hubiera sido informado de lo ocurrido, y entonces encararon a Lefteroff, llevando a la mujer con ellos.
El hombre sólo pudo confirmar lo dicho por su esposa. Nada más de lo que dijo fue tenido en cuenta después: ni sus explicaciones sobre el estado de salud de Kubik Markoff, que no podía movilizarse con facilidad por un problema en la cadera, ni su ofrecimiento para que lo llevaran a él en lugar de su esposa.
“Ya sabemos que está enferma, que se lleve todos los remedios”, disparó el que comandaba al grupo, y añadió: “no le va a pasar nada, ella va a volver enseguida, no hay nada ni contra usted ni contra su esposa, ni contra su hija menor".
El señor Lefteroff insistió varias veces en ser él el detenido, y no su esposa, y desafió al que parecía el jefe de la partida: “No me tape los ojos, hablemos cara a cara”.
La respuesta no pudo ser más contundente: “no señor, porque en este momento los vencedores somos nosotros y hoy o mañana los vencedores pueden ser ustedes y nos pueden conocer, y entonces es mejor que no nos veamos las caras, para bien de ustedes y para bien de nosotros".
Después se fueron, llevando a Kubik Markoff con las manos atadas y los ojos vendados hasta los coches que esperaban frente a la casa de Pringles 788.
Al cabo de rato, el auto se detuvo frente a un portón en Allison Bell, casi Garibaldi, en Quilmes Centro. Poderosos reflectores bañaron de luz el rodado, y de fondo comenzó a sonar a muy alto volumen un tema de Carlitos Balá, que sólo se interrumpió cuando el que había llevado a la mujer hasta allí aseguró al resto: “bajen el disco que no es para la señora”.

En busca de la imprenta
Kubik Markoff había sido detenida sólo para forzar a su hija a “cantar” lo que sabía, y es que para sus captores, como en todos los casos, era fundamental extraer información durante las primeras cuarenta y ocho horas, cuando consideraban que podían infligir fuertes golpes sobre el enemigo. En eso se basaba su “inteligencia”.
Un día antes, alrededor de las 10 de la mañana del 25 de enero, más de una decena de vehículos habían cercado los alrededores de la calle Pringles al 700, anunciando por altoparlantes que se trataba de un operativo del Ejército Argentino, e invitando a los habitantes de la zona a no salir de sus casas.
Entraron en la vivienda de los Lefteroff, donde estaban seguros de encontrar una imprenta perteneciente a la organización Montoneros, que en realidad nunca existió. Y se llevaron a María Cristina, una joven militante de la Juventud Universitaria Peronista en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata.
Una vecina de la calle Pringles, venció el temor y fue hasta el policlínico ubicado a cuatro cuadras de distancia, donde María Kubik Markoff y su hija menor habían ido a visitar a la madre de Jorge Lefteroff, ahí internada.
Desde la antesala, la señora Gutiérrez le hizo señas a su amiga, para luego, una vez que la tuvo enfrente y tomándole los hombros, advertirle: “quédese tranquila, se la llevaron a María Cristina”.
Kubik Markoff corrió a su casa, pero Cris ya no estaba. El grupo de tareas que había visitado su vivienda no había robado nada, ni causado destrozos tampoco, pero sí habían descompuesto los teléfonos, buscando de esa manera que otros posibles “contactos” de la detenida no se pusieran al tanto de lo ocurrido.

La chica que no podía llorar
Una vez que se apagó la música de Balá, Kubik Markoff fue conducida al primer piso de la Brigada de Investigaciones de Quilmes, donde funcionaba el que sería conocido luego por sus sobrevivientes, como el centro clandestino de detención Pozo de Quilmes.
La mujer de 53 años fue depositada sobre una colchoneta sucia y gastada, de no más de un centímetro de espesor, sobre la que permanecería por casi doce horas hasta las tres de la tarde de ese mismo día, sin poder moverse, debido a su problema de salud. E incluso entonces, necesitaría de la ayuda de los guardias para poder incorporarse y salir al pasillo a comer.
Allí descubrió que había varias chicas en las demás celdas, y advirtió, además, que todas ellas eran muy jóvenes. Supo que podía comer sin la venda en sus ojos, pero le aclararon rápidamente que la regla era no mirar a sus custodios en el rostro.
Kubik Markoff generaba algunas sospechas en las demás mujeres del piso, dado que durante su estadía no la habían sacado del calabozo, como ocurría con todas, para llevarla a las sesiones de picana, o incluso las de “ablandamiento”, que se aplicaban en las primeras horas de la detención, y que consistían sencillamente en una fuerte golpiza. Siquiera preguntas por parte de los guardias recibía la mujer mayor, que optaba al mismo tiempo por guardar silencio todo lo que fuera posible.
Sin embargo, un día después de haber llegado al Pozo, desde su celda escuchó el llanto de Cristina. Desesperada, la mujer trató de comunicarse con la chica que estaba en el calabozo contiguo, muy despacio, de la única manera que podían intentar hablar. Quería saber qué pasaba, y se enteró por las palabras de su propia hija, en medio de un mar de lágrimas, que Cris había recibido una fuerte golpiza por parte de los captores, al punto que no conseguía ver.
-No se preocupe, señora. No llore. No le va a pasar nada a María Cristina, aunque esté así golpeada en la cabeza y no pueda ver –le contestó una voz del otro lado. Una voz que intentaba mostrarse consoladora y entera, pero que únicamente no se quebraba cuando las lágrimas se secaban por completo y ya no podía llorar.
Esa voz, era la voz de Silvia Mabel Isabella Valenzi, que para no volverse loca en el infierno que le tocaba vivir, y no dejarse vencer por el dolor, cuando no conseguía romper en lágrimas, llenaba los espacios con recuerdos.
-Yo tuve una vez un accidente con mi hermano -empezó a contarle a Kubik Markoff. -Me lastimé la frente. Me quedó una cicatriz, pero no me pasó nada. -le dijo.
Era justo el día que su hermano Mingo había comprado el Citroën, rememoró. Y había subido a su lado a mamá Concepción, y atrás a ella y su amiga Mónica Biancolini para llevarlas a todas a ver el chiche en funcionamiento. La alegría duró poco, y la interrumpió un choque, que no fue tan violento en realidad como las consecuencias posteriores lo hicieron aparecer.
Silvia se despertó en el hospital, donde habían quedado en observación con Mónica, y después permaneció algunos días en la casa de su amiga, para que la madre de esta cuidara de las dos.
Pero el rumor se había esparcido rápido, y los chicos del grupo, Jorge Lazarte y Jorge Valleto la fueron a ver enseguida, y la llenaron de preguntas. Querían confirmar si era cierto que Silvia había quedado tonta por el golpe, porque les habían contado que ella repetía una y otra vez que lo último que se acordaba era que se estaba limando las uñas en el asiento trasero del Citroën, y cuando se despertó fue recién en el hospital, sin recordar otra cosa.
Ahora, en su calabozo oscuro y estrecho, cuando no podía llorar, Silvia sentía que algo le oprimía en el pecho, la doblegaba la angustia, y hacía esfuerzos por estar bien, pero no lo conseguía, se agitaba.
Buscaba distraerse con sus propios recuerdos, y pensaba en el bebé que crecía dentro suyo, porque con eso conseguía llorar y sentirse mejor.
Kubik Markoff le repetía despacito lo que desde el otro calabozo le indicaba una detenida que era médica psiquiatra, le explicaba a Silvia cómo tenía que respirar, cuáles eran las mejores posiciones que podía adoptar en la incomodidad de una celda vacía de todo, donde sólo tenía una colchoneta insignificante.
-Tenés que tomar fuerzas, no dejarte caer ahora –insistía la mujer.
Silvia lograba reponerse, de a momentos, y entonces le contaba lo mal que se sentía, las torturas que le habían aplicado, la sensación que la picana provocaba en el cuerpo haciéndolo tensar al máximo en los picos de intensidad, cuando en cada fibra, en cada palmo de la carne sólo parecía sentirse un cosquilleo, para dar paso después al dolor, las marcas y las quemaduras.
De Carlos no hablaba. No porque las imágenes no ocuparan la mayor parte del tiempo su cabeza, sino por el temor que todavía persistía en ella: De la muerte de él era difícil tener dudas, pero tampoco podía arriesgarse a decir nada. Buscaba rescatar de él los momentos más íntimos, dejando de lado el compromiso militante, porque esas “instantáneas” de Carlos eran las que más la fortalecían.

Un régimen especial
La comida llegaba puntualmente todos los días entre las 3 y las 4 de la tarde, en recipientes plásticos, y se caracterizaba por su poca consistencia, y no pocas veces, por el exceso de sal o picante que la tornaba casi incomible para las detenidas. La situación se agravaba, además, porque el agua para beber era sumamente escasa.
Silvia, al igual que había ocurrido antes con otras detenidas embarazadas, y que pasaría en los años siguientes y en otros centros clandestinos de detención, recibía una ración mejor que el resto de las mujeres.
Estaba embarazada, claro, y debía alimentarse más saludablemente, dentro de lo que el régimen de degradación a que estaba sometida permitía. Pero no se trataba de un rasgo de humanitarismo por parte de sus captores, ni era una distinción, incluso de los integrantes de la “guardia buena”, como consideraban algunas de las presas a una de las tres de 24 horas que rotaban en forma permanente.
Los hombres de zapatos negros y pantalones azules del tipo policial, con camisas y camperas civiles no se habían compadecido de la chica de veinte años, que llevaba ya cinco meses de embarazo. En realidad, sólo cumplían órdenes, y las órdenes eran que el bebé tenía que llegar a nacer de la mejor manera posible.
El médico era el que impartía las instrucciones a los hombres que nunca usaban nombres sino apodos, y dejaba en claro que cuanto más bonitas fueran las madres, mayores debían ser los cuidados. Eso sí, no debía haber excesos y mostrar rasgos de compasión en ninguna circunstancia.
Cada vez que le tocada comer, sentada en el pasillo junto a las demás, al lado de la puerta de su calabozo, Silvia sentía otra vez ganas de llorar, y lloraba. Se preguntaba qué sería de su bebé en el futuro, si estaría detenida todavía cuando llegara el parto, y si era así, dónde daría a luz.

Sándwich que nadie quería comer
Alguna vez, comiendo, Silvia recordó aquella tarde en que habían sobrado los sándwich del Club de los Telefónicos, donde sus padres eran caseros, y a los que Jorge Lazarte1 y ella les habían pasado la lengua.
Concepción había llamado a todos los chicos de la barra para invitarlos a comer, y ellos dos había decidido jugarles una broma al resto, lamiendo cada uno de los emparedados, de un lado y del otro.
Si los comían, bien, y sino, quedarían para ellos, había sido la consigna tácita. Claro que resultó que después ni el propio Jorge se animaba con los que Silvia había lamido porque le daban asco, entonces ella podía aprovechar y comer a su antojo.
Puede que haya querido sonreírse, pero no se animara o no tuviera fuerzas para hacerlo. No podía levantar la vista del bol donde le habían servido la comida, y los ojos ardían por las llagas que la venda, que apenas podían correrse por un rato durante la comida, les habían producido.
A Jorge lo recordaba mejor de la época de noviazgo, porque él había sido su primer novio “en serio”, allá por el ’71, cuando tenía 15 años. Las otras imágenes, las que se habían incorporado después, cuando la vida y la militancia los habían ido distanciando, volviéndolos a juntar esporádicamente, o incluso aquellas de cuando lo visitaron en Avellaneda, con Camila, eran más difusas.
Para la señora de Lefteroff, que comía un poco más allá, Silvia era un enigma, como casi todas las otras chicas. Y si lo pensaba, sólo sabía que una de ellas se llamaba Norma Andreu de Robert, y de las demás podría enumerar algún que otro rasgo, pero nada más.
Silvia, en cambio, había despertado algo en ella. Tal vez porque estaba embarazada, o quizás porque en medio de su propio dolor interminable había juntado unas pequeñas fuerzas para consolarla cuando creyó que Cristina no podría volver a ver. Puede que hayan sido los ojos verdes, la piel increíblemente blanca.
Fuera lo que fuera, la imagen de esa chica menuda pese a su embarazo no se le olvidaría, como tampoco se le olvidaría que la conocían como “la Gata”. Y esos retazos del recuerdo que queden grabados en su memoria en apenas una semana de estadía en el infierno del Pozo de Quilmes, serán los que aporte luego en el Juicio a las Juntas que permitirá condenar a los responsables del horror.
Pocas serán, en cambio, las frases de Silvia que podrá Kubik Markoff de Lefteroff rescatar del pasado.

Usted se va, señora
María Kubik Markoff recibió el anuncio por parte de uno de los guardias, que le dijo que había conseguido lo que querían, que habían agarrado al pez gordo, porque su hija había colaborado.
Cristina estalló en llanto. Lloraba con desesperación, con locura, desgarrada, y entre sollozos le aseguraba a su madre: “me dijeron que si no hablaba te traían a vos y al abuelo”.
La mujer no entendía. No quería comprender, de la misma manera que no había podido dar crédito a las promesas de uno de los carceleros que juraba que el día que Cris saliera en libertad se casaría con ella, porque se había enamorado de los ojos grisáceos, del pelo castaño ceniza claro, y de su atlético metro setenta y dos de estatura.
Ya en libertad, y días después de que del mismo modo que se la llevaron volvieran a dejarla a la 1 de la mañana en su casa de Pringles 788, la señora de Lefteroff supo por una vecina que “el pez gordo” era un joven de apellido Rudy2, hijo de una modista, que había sido muerto por la policía.
Nunca más sabría nada la mujer acerca de su hija, e inútiles resultarían las recorridas por todas las cárceles del país, las gestiones en Trelew y en Rawson, donde coincidentemente una versión que le hicieron llegar y los anuncios de un vidente se encaprichaban en ubicar a la joven.

Haciendo cálculos
Había pasado poco más de un mes para cuando la mujer se fue. Día tras día, aunque no pudiera llevar la cuenta, minuto sobre minuto, Silvia vivía una agonía lenta y enloquecedora, donde no podía evitar sentir que cada vez se iba hundiendo un poco más.
Veía pasar a otras detenidas por esos calabozos. Iban y venían. Algunas estaban pocos días, otras se quedaban un poco más. Todas hablaban poco, comentaban lo menos posible, se escondían en el silencio como una forma de resguardarse. Y, sin embargo, los gritos llegaban hasta su celda cuando era el turno de cada una en la sala de torturas de la planta baja.
Escuchaba a las demás y se escuchaba. Volvía a sentir la picana como la había sentido en aquel primer momento, apenas la habían detenido, apenas había llegado a ocupar el calabozo.
Y porque dentro de lo indiferente que le era la escuela, la matemática estaba entre sus materias predilectas, hacía cálculos. De acuerdo con la fecha de la última menstruación, y si el embarazo llegaba al término de los nueve meses, su bebé tendría que llegar para junio de ese año.
¿Qué sería? Alguna de las chicas aseguraba que tenía que ser una nena, porque se le notaba en la cara y en las caderas, pero la mayoría no arriesgaba una opinión. Pero eso tampoco era importante, porque lo importante era estar bien, cuidar del bebé, y para cuidar de él... o de ella, tratar de estar bien. Una y otra vez se lo decía, se lo proponía, pero era más fuerte el dolor, la angustia.
Si esperaba para junio, y entonces debían estar a comienzos de febrero, según había dicho Cristina, tenía todavía casi cuatro meses por delante. Volvía a los cálculos. Y si estaban en febrero, quería decir que apenas había pasado poco más de un mes ahí encerrada.
No, no iba a poder soportarlo. No había forma, no encontraba el aliento que necesitaba. No tenía de dónde sacar fuerzas.

Llega Rosita
Cómo la necesitaba a Rosa, a su hermana, en esos momentos, cuando la panza se ponía dura. Estaba llena de dudas y de miedos. Desde los pasillos escuchaba las voces de los guardias, las risas ahuecadas como en muecas siniestras.
¿Quién podía decirle qué eran esos dolores? ¿Habían pasado ya los nueve meses? El tiempo parecía eterno, se le antojaban no meses, años ya los que llevaba ahí, con la venda apretando sobre los ojos, pasando frío aunque hiciera calor, con dolores de cintura, tirada sobre la colchoneta gastada.
¿Qué pensaría Mingo, su hermano Mingo si la viera? Se le había convertido en una figura paternal por la que se dejaba intimidar, pero a quien respetaba sobremanera. Mingo, que había ido a cubrir ese espacio que Silvia sentía que su padre no ocupaba.
El dolor cedía, y entonces era imposible no recordar ese día en que él llamó por teléfono al Club, y pidió que le pasaran el teléfono a Camila, para invitarla a tomar algo con unos amigos.
“Pero yo te dije, boluda, es un tipo grande”, repasaba sus propias palabras, casi como si acabara de pronunciarlas, y en verdad, aunque parecían dichas siglos antes, apenas habían transcurrido algo más de dos años desde entonces.
Camila se tomaba el trabajo de charlar con Domingo, de buscarle conversación para ayudarlo a abandonar su persistente timidez, pero jamás había imaginado que eso lo llevaría a pensar en segundas intenciones, sobre todo cuando el ya pisaba los treinta, y ella tenía apenas dieciocho.
Silvia esbozó una sonrisa. Una mueca apenas, como la sombra de la que alguna vez pudo ser una sonrisa en sus labios. El dolor volvió, y más intenso, y no pudo ahogar el grito, que se diluyó en una respiración cada vez más agitada, y volvió más tarde. Y se fue y volvió. Y se fue, y volvió otra vez, cada vez más seguido.
Desde los otros calabozos las chicas preguntaban, Silvia apenas si podía contestar. Entonces decidieron llamar a los guardias. Y estos, a su turno, lograron ubicar al médico de policía, que se presentó con su fina estampa, dejando una estela de perfume en el ambiente.
Dos o tres preguntas le bastaron a Jorge Bergés para hacer un diagnóstico rápido, por lo que pidió que se preparara un vehículo para trasladar a la detenida hasta el hospital de Quilmes, porque ahí no tenían las condiciones para atender un parto, y menos el de un bebé prematuro.









1-Jorge Lazarte forma parte de la lista de detenidos-desaparecidos. Su secuestro se produjo en la ciudad de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, el 17 de julio de 1977. tenía 23 años.
2-Testimonio de Kubik Marcoff en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). En el sitio web www.desaparecidos.org, se menciona el caso de una persona “de apellido o apodo Rudy, legajo en Conadep Nº 9874, visto en Pozo de Quilmes, y luego muerto, cuyo cuerpo habría sido entregado a su familia”.

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